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Postales, faxes y correos electrónicos impresos yacen lánguidos en una vitrina. Una estantería de madera multilaminada alberga hileras de folletos informativos. Una de las paredes de la galería está cubierta de gráficos y diagramas. Otra, de cientos de fotografías aparentemente idénticas. En un rack de monitores de video, unas cabezas parlantes explican algo. En un rincón a oscuras, un proyector de diapositivas dispara lentamente un carrusel de imágenes. Cerca de allí, una película de 16 mm ronronea junto con una soporífera voz en off. Una mesa iluminada exhibe papeles y recortes de periódicos señalizados con post-its. Un largo epígrafe explicativo escrito por el artista —disponible también en una hoja de sala— acompaña cada objeto en exposición.
Si algo de esto nos suena familiar, es que ya hemos visto arte de investigación. Aunque los elementos varían, el género se caracteriza por una dependencia del texto y el discurso para apoyar una abundancia de materiales distribuidos en el espacio. El eje horizontal (vitrinas, mesas) tiende a privilegiarse por sobre el vertical, y toda la estructura es aditiva antes que condensada, según la lógica de que “más es más”. Cada vez que me enfrento a una de estas instalaciones, me invade un ligero pánico: ¿cuánto tiempo me va a llevar atravesar todo esto?
Pocas veces me sorprendo. Hoy el arte de investigación no es novedad: su presencia es casi obligatoria en cualquier exhibición importante. Pero nunca se lo ha definido claramente, ni tampoco, si vamos al caso, analizado críticamente. Tiene mucho en común con otras tendencias que surgieron a partir de los noventa, como las muestras curadas por artistas y el “giro archivístico”, pero no es del todo congruente con ellas.[1]
Los principales antecedentes del arte de investigación no son difíciles de identificar: los epígrafes del fotodocumentalismo en la tradición de Lewis Hine, el ensayo fílmico tal como fue definido por Hans Richter y practicado por directores que van de Chris Marker a Harun Farocki, y el conceptualismo interdisciplinario de artistas como Mary Kelly, Susan Hiller y Hans Haacke (quienes en los setenta trabajaron con el psicoanálisis, la antropología y la sociología, respectivamente). Dicho esto, tal vez los cambios en la educación artística hayan ejercido una influencia más decisiva que cualquiera de esos predecesores. Aunque el arte de investigación es un fenómeno global, no se lo puede separar del auge de los programas doctorales para artistas en Occidente, sobre todo en Europa, a principios de los noventa. Según una encuesta de 2012 realizada por el historiador del arte James Elkins, setenta y tres instituciones en Europa ofrecían doctorados en arte, cuarenta y dos de ellos en el Reino Unido (estadísticas llamativas si se las compara con los cinco doctorados de Canadá, siete en Estados Unidos y cuatro en Brasil).[2] A diferencia de las maestrías en artes (la formación universitaria más habitual para los artistas), los programas doctorales suponen por lo general que la práctica artística se complemente con una investigación escrita, ya sea en la forma de una disertación independiente relacionada con esa práctica, o legible en la obra misma. Aunque algunos de los artistas que analizo más adelante no nacieron en Occidente, todos pasaron por escuelas de arte en Europa o Norteamérica. Aun en el caso de no tener un doctorado, el medio intelectual de estos programas está presente en la obra, junto con el más extendido alineamiento de la educación con el sistema de valores neoliberal (valores tales como “rendimiento de la inversión” e “impacto cuantificable”).
Hay muchos motivos para desconfiar del boom de los doctorados en arte. Uno de ellos es que acentúa las jerarquías del privilegio económico ya endémicas en la educación artística. Otro es que el arte, bajo la presión de la academización, se torna domesticado, metódico y profesional. Para la artista Hito Steyerl, la “investigación artística” se volvió incluso una nueva disciplina, que normaliza, regula y garantiza la repetición de protocolos.[3] Aunque, como señala Elkins, muy pocos textos importantes o manifiestos de artistas del pasado les habrían valido un doctorado a sus autores, ya que algunos de los mejores escritos de artistas fueron dogmáticos e impulsivos, antes que el resultado de una ardua investigación evaluada por pares.
Pero no me propongo enfocar el contexto universitario neoliberal, ampliamente debatido junto con el intento de analizar la investigación artística —una categoría histórica más amplia de la cual considero que el arte de investigación es un subconjunto reciente— en términos de la producción de conocimiento y la epistemología.[4] Tampoco pretendo recapitular la historia más larga de la educación artística de posguerra: el pasaje, identificado por el historiador del arte Howard Singerman, del entrenamiento artesanal en habilidades técnicas hacia formas de práctica más discursivas.[5] Ni me ocupo de la producción de imágenes en movimiento (cuya genealogía ha sido bien mapeada por Steyerl), si bien comparte muchos de sus intereses con las prácticas analizadas en este ensayo.
Mi objetivo es, en cambio, analizar las formas que adopta la investigación artística, el tipo de conocimiento que el artista produce, y cómo el espectador recibe la información compilada. Mi tesis es que no es posible entender las instalaciones basadas en el arte de investigación —sus técnicas de exhibición, su acumulación y espacialización de la información, su modelo de investigación, su construcción de un sujeto observador y su relación con el conocimiento y la verdad— sin considerar los desarrollos contemporáneos de la tecnología digital.
La instalación de Renée Green Import/Export Funk Office [Oficina funk de importación/exportación], 1992-1993, ejemplifica la introducción del arte de investigación a principios de los noventa como una nueva categoría híbrida.[6] En el aspecto temático, explora la cultura, la bohemia y la subcultura de la diáspora africana. En el aspecto formal, se compone de estanterías de metal llenas de libros, revistas y fotografías pertenecientes al crítico alemán Diedrich Diederichsen, a quien se entrevistó intensivamente para el proyecto. Las grabaciones en video de Green abarcan más de veintiséis horas y están disponibles al público junto con sus registros de audio y materiales de lectura. Import/Export marca una ruptura con los modos precedentes de investigación artística ya que invita al espectador a ser un usuario, alguien que puede explorar los fragmentos, sintetizarlos e incluso, potencialmente, movilizar el material para su propia investigación (o al menos asumir ese rol: nótense los guantes blancos colocados sobre una caja rotulada como INFORMACIÓN). En 1995, Green lanzó una versión de la obra en CD-ROM, con el argumento de que era más fácil acceder a su investigación mediante hipervínculos digitales que en una galería donde los espectadores nunca parecen contar con el tiempo suficiente.
Creada antes del uso masivo de internet, Import/Export apunta a la distribución de conocimiento según un modelo que desde entonces se ha vuelto la norma. En lugar de hacer uso de la voz autoral para difundir información (como lo había hecho Haacke), Green sugiere que el conocimiento se produce en forma de red, de modo colaborativo y como proceso. Significativamente, su modelo no es Internet sino el hipertexto: una forma de escritura no secuencial basada en enlaces entre información verbal y visual que se convertiría en el protocolo estructural clave de internet. Al permitir a los lectores navegar sus propios trayectos a través de masas de información, el hipertexto fue proclamado por críticos literarios como George Landow como la concreción de las teorías postestructuralistas del autor y una manifestación virtual del rizoma sin centro de Deleuze y Guattari.[7] En un ensayo sobre la versión en CD-ROM de Import/Export, Green acuerda con la definición de Landow: “La cantidad elimina el dominio y la autoridad, ya que no es posible dominar un texto sino apenas presentar algunas muestras”.[8] En 1993, Green había descripto su estrategia como un intento consciente de evitar cualquier conclusión simple: la instalación “se burla del didactismo”, escribió, y demuestra “la complejidad de las cosas” en lugar de proponer “algún tipo de declaración autorizada sobre cómo son”.[9]
Además de Green, entre los pioneros del arte de investigación se incluyen colectivos interdisciplinarios como el Centro para la Interpretación del Uso de la Tierra (Los Ángeles, constituido en 1994), la Oficina MAP (Hong Kong, 1996) y Multiplicidad (Milán, 2000), y toda una generación previa de artistas tales como Antoni Muntadas (España,1942). Estos artistas de la primera fase emprendieron sus propias investigaciones primarias sobre varios temas, a menudo en forma de entrevistas, mapeos críticos o archivos digitales. Al considerar sus investigaciones como un recurso público, difundieron sus trabajos de campo mediante interfaces de nuevos medios como monitores interactivos y sitios web, y trasladaron sus materiales de las paredes a estanterías y mesas, donde se los podría leer en cualquier orden, creando ambientes audiovisuales multidireccionales que evitaban deliberadamente dirigir a los lectores en un itinerario en particular o proporcionar un relato predominante.[10]
Es importante enfatizar que para Green y su generación, esta aversión al dominio autoral era una respuesta no sólo al postestructuralismo sino también a la teoría feminista y poscolonial, que criticaban la historia lineal por evolucionista, unívoca, masculinista e imperial. Hasta cierto punto, se puede argumentar que este rechazo del dominio era una respuesta eminentemente norteamericana a la teoría francesa: en la academia y las escuelas de arte, el postestructuralismo antifundacionalista (incluida la “muerte del autor”) adoptó la categoría de la identidad como nuevo sustrato crítico. La situacionalidad del sujeto autoral, es decir, una sensibilidad para establecer la “posicionalidad” del propio artista, adquirió una nueva importancia. El Programa de Estudios Independientes del Museo Whitney se convirtió en la principal usina de este tipo de obra, a través de seminarios para los estudiantes que fusionaban aspectos de la différance derrideana y el fin de los grandes relatos de Lyotard con la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort, el feminismo, el psicoanálisis y el poscolonialismo.
El rechazo de la argumentación lineal y de una voz autoral convergieron con la reestructuración de la información y la promesa de un conocimiento colectivizado a través de las nuevas tecnologías digitales para dar lugar a una reorganización contundente de la forma artística. Espacializada y en red, la información flotó entonces liberada de la serialidad que había dominado el arte de los sesenta y los setenta. De modo consciente o no, estos nuevos horizontes teóricos condujeron a una posición posthermenéutica, es decir, a la vacilación por sobre la interpretación taxativa. Un proyecto debía “interrogar” o “llamar la atención sobre” un tema, sin ninguna obligación de proponer conclusiones o un mensaje fácil de digerir. Vistos en retrospectiva, la no linealidad del hipertexto digital y el postestructuralismo tuvieron sus ventajas y desventajas: por un lado, colaboraron con el desmantelamiento de las narrativas dominantes; por el otro, produjeron un exceso de información que fue difícil —si no imposible— de asimilar de modo significativo.
La segunda fase del arte de investigación se superpone cronológicamente con la primera, pero su relación con la nueva tecnología es justamente la inversa: rechaza los medios digitales y se fascina con los obsoletos y análogos (diapositivas en 35 milímetros, película en celuloide, grabadores, etcétera). El giro hacia tecnologías muertas de mediados a fines de los noventa estuvo acompañado por otra regresión inesperada: hacia la narrativa. En las obras de este grupo —Matthew Buckingham, Tacita Dean, Mario García Torres, Danh Vo y otros—, la información confronta al espectador en conjuntos fragmentarios, pero la estructura rizomática es refrenada por un modo más convencional de narración que, por más elíptica y subjetiva que sea, no invita al público a elegir su propia aventura. Por el contrario, se presentan los elementos en secuencias específicas (una hilera de imágenes con epígrafes, una serie de diapositivas, una película narrada en la banda sonora). Vuelve parcialmente a escena la serialidad que dominó el arte de los sesenta y los setenta. En lugar de un rechazo de las narrativas dominantes a la luz de planteos teóricos, hay un deseo de mostrar las múltiples maneras en que micronarrativas individuales, algunas veces ficcionales, como en muchas de las obras de García Torres, se chocan y se cruzan con la historia.[11] El yo se convierte en un adhesivo que permite aglutinar los restos del pasado, al menos por un tiempo.
El abordaje de esta tendencia por el historiador del arte Hal Foster, en un ensayo de 2004, es psicoanalítico. Afirma que el arte de investigación está animado por un “impulso archivístico”: el artista demuestra una voluntad de “conectar lo que no se puede conectar”, similar a la capacidad del paranoico de establecer conexiones entre puntos disímiles, siempre con él en el centro.[12] Foster se refiere a Internet, pero principalmente para oponer su interfaz a la tactilidad del arte de archivo: no menciona que Internet es, de hecho, la tecnología que cataliza la mentalidad conectora de este tipo de arte.
Reconsideraría por lo tanto el argumento de Foster: los vínculos que hacen los artistas son menos una respuesta patológica inconsciente a condiciones sociales (en el relato de Foster, una voluntad relacional en una época caracterizada por un orden social desconectado) que un efecto de la internalización de un dispositivo cada vez más usado en sus investigaciones. Esta actitud puede vislumbrarse en las siguientes observaciones de García Torres:
[Internet] es siempre mi primer acercamiento a un tema, y muchas de las veces, lleva a investigar las cosas de una manera menos metodológica, y más rica. Sitúa a gente normal y corriente al mismo nivel que los libros y las fuentes más oficiales. Internet está presente todo el tiempo, y no lo culpo de estar muchas veces equivocado. Me gusta. Qué mejor que desviar una investigación a algo contradictorio, o más lejano a la verdad. Ahí es donde encuentras relaciones que potencialmente se convierten en algo interesante […].[13]
En otras palabras, internet libera al artista-investigador de los protocolos académicos, y se vuelve posible y válido otro tipo de investigación: una línea de pensamiento que se rige por la deriva más que por la profundidad, por la imprecisión creativa más que por la pericia, y por la accesibilidad más que por la torre de marfil. El término semionauta de Nicolas Bourriaud podría ser la mejor descripción de este enfoque: en su deriva de significante en significante, el artista inventa trayectorias sinuosas entre signos culturales.[14] Si en la primera fase se utilizaba la lógica digital (el hipervínculo) para estructurar la presentación de la investigación primaria, en esta segunda fase un display analógico presenta la dérive digital. Una interfaz más aurática y un conjunto de objetos vienen a reemplazar la fría uniformidad de la pantalla de plasma. La voluntad de “conectar lo que no se puede conectar” de Foster es menos un síntoma paranoico que una definición del “surfeo” de la web, una práctica que actualiza una trayectoria de encuentros azarosos que van del flâneur del siglo XIX a los surrealistas y los situacionistas, pero ahora con un sustrato tecnológico en lugar del inconsciente.
La segunda fase del arte de investigación fuerza una brecha entre investigación y verdad. En lugar de basarse en temas sociales (migración, traducción, trabajo femenino, daño ambiental), la obra de arte reúne hilos divergentes mediante la ficción y la especulación subjetiva. García Torres hizo obras “subjetivas” de ese tipo sobre artistas como Vito Aconcci, Martin Kippenberger y Robert Rauschenberg. Otras grandes figuras históricas aparecen en la obra de Sam Durant (en piezas que hacen referencia a Robert Smithson y las Case Study Houses) y de Jonathan Monk (que hizo carrera reexaminando obras de artistas masculinos canónicos de los sesenta en adelante). Aquí, la investigación artística abre caminos ignorados por los relatos históricos hegemónicos. A su vez, tiende a reforzar un canon de protagonistas hombres y blancos, y consolida así la historia heredada en lugar de cuestionarla.
Compárense estas prácticas con el más potente y radical ejercicio de micronarrativa del mismo período, el método de “fabulación crítica” de Saidiya Hartman. Su ensayo de 2008 “Venus in Two Acts” [Venus en dos actos] lidia con la necesidad de invención, y con las obligaciones éticas de la investigadora, frente a las limitaciones, exclusiones y supresiones del archivo.[15] La brecha, en su caso, atañe a las vidas de dos mujeres jóvenes que no sobrevivieron al Pasaje del Medio,[16] y al arduo propósito de darles visibilidad histórica. Para que la fabulación tenga peso crítico, importa qué historias se recuperan y por qué.
Claire Bishop (Londres, 1971) es historiadora del arte, crítica y profesora en el Departamento de Historia del Arte del CUNY Graduate Center, Nueva York. Entre sus libros se incluyen Installation Art: A Critical History (Londres, Tate, 2005); Artificial Hells: Participatory Art and the Politics of Spectatorship (Londres, Verso, 2012) —por el cual ganó el Premio Frank Jewett Mather en 2013— y Radical Museology, or, What’s Contemporary in Museums of Contemporary Art? (Londres, Koenig, 2013). Es colaboradora frecuente de Artforum y sus ensayos y libros han sido traducidos a dieciocho idiomas.
Este ensayo, publicado originalmente en Artforum, es un fragmento de Disordered Attention: How We Look at Art and Performance [Atención desordenada. Cómo miramos el arte y la performance hoy], de próxima aparición por Verso. Se publica aquí por primera vez en español con autorización de la autora.
Traducción: Francisco Ali-Brouchoud. Edición y revisión: Jane Brodie
Notas
[1] Véase Hal Foster, “An Archival Impulse”, en October, Nº 110 (otoño de 2004), pp. 3-22. Foster analiza la obra de Tacita Dean, Sam Durant y Thomas Hirschhorn. Para exhibiciones curadas por artistas, véase Alison Green, When Artists Curate: Contemporary Art and the Exhibition as Medium (Londres, Reaktion, 2018).
[2] J. Elkins, Artists with PhDs (Washington DC, New Academia Publishing / The Spring, 2009), disponible online. La Universidad Nacional de Artes y Música de Tokio (hoy Universidad de Artes de Tokio) creó un programa de doctorado en 1977 que no alentó el tipo de arte de investigación que describo en este ensayo. Otras instituciones en Japón desarrollaron programas de doctorado en artes mucho después: la Universidad de Arte de Tama inició su curso de doctorado en 2001 y la Universidad de Arte de Musashino, en 2004. Agradezco a Yoshitaka Mori por esta información. Dado que Estados Unidos tiene tan pocos doctorados en arte, el Programa de Estudios Independiente del Whitney de Nueva York, fundado en 1968 por el Museo Whitney de Arte de Estados Unidos, ha estado a la vanguardia de la formación de artistas de investigación. Podría considerárselo un precursor del auge de los programas de doctorado en arte y, a la vez, una excepción, ya que se trata de un programa de un año que no otorga títulos.
[3] H. Steyerl, “¿Estética de la resistencia?”, en Florian Dombois, Ute Meta Bauer et al. (eds.): Intellectual Birdhouse: Artistic Practice as Research (Londres, Koenig, 2012), p. 55.
[4] La mejor de estas publicaciones es Knowledge Beside Itself: Contemporary Art’s Epistemic Politics, de Tom Holert (Berlín, Sternberg Press, 2020).
[5] H. Singerman, Art Subjects (Berkeley, University of California Press, 1999).
[6] Import/Export puede considerarse un puente entre los modelos de investigación artística de los setenta y el modelo emergente de arte de investigación de los noventa. Como los primeros, se interesa por la cultura contemporánea (no por un tema histórico) e incluye la investigación primaria del artista. A su vez, preanuncia obras posteriores en su acumulación de materiales preexistentes (libros, textos, periódicos, fotografías) y al dejar que el espectador decida qué conclusiones sacar. Import/Export invita a la comparación con dos muestras emblemáticas en el Dia Center: Democracy [Democracia], del Material Group (1988-1989) y If You Lived Here… [Si vivieras aquí…], de Martha Rosler (1989). Ambos proyectos ensamblaban obras de arte, pósters, eslóganes, fotografía y materiales de investigación en instalaciones temáticas que abordaban cuestiones como la democracia, la educación, la crisis del sida y la situación de calle. Pero en comparación con Import/Export, estos proyectos eran activistas y polémicos. Aunque hay una gran diversidad de información exhibida en cada proyecto, los componentes textuales en todos los casos sitúan al espectador como el receptor de una postura previamente sintetizada.
[7] G. Landow, Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology (Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1992), pp. 4-5.
[8] G. Landow, Hyper/Text/Theory (Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1994), p. 35, cit. en R. Green, “The Digital Import/Export Funk Office” [1995], en Other Planes of There: Selected Writings (ed. Gloria Sutton, Durham, Duke University Press, 2014).
[9] R. Green, en Russell Ferguson, “Various Identities: A Conversation with Renée Green”, en World Tour: Renée Green (Los Angeles, Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles, 1993), E58.
[10] En su análisis de la obra de Robert Rauschenberg, Jasper Johns y Andy Warhol (entre otros), Leo Steinberg detecta un desplazamiento perceptual desde la verticalidad hacia la horizontalidad: “La plataforma del plano pictórico alude simbólicamente a superficies rígidas tales como mesas, pisos de los talleres, tableros, pizarras de anuncios, cualquier superficie sobre la cual se distribuyen los objetos, en la que se ingresan datos, se recibe o se imprime información, ya sea de modo coherente o confuso”. L. Steinberg, Other Criteria: Confrontations with Twentieth-Century Art (Oxford, Oxford University Press, 1972), p. 84. A partir del ensayo de Steinberg, la horizontalidad ya no es una “alusión simbólica” sino una emulación directa de la infosfera del manejo de datos. Ya no sólo se consideran las imágenes como readymades, sino también el dispositivo para su exhibición (mesas, estantes, vitrinas).
[11] Los intentos de estos artistas de fusionar lo individual y lo histórico no me convencen del todo. Más logrado, desde mi punto de vista, es el uso de metraje de archivo que hace John Akomfrah para reconstruir la vida del teórico cultural Stuart Hall (1932-2014) hasta 1968, en The Unfinished Conversation [La conversación inconclusa] (2012), una imponente videoinstalación de tres pantallas que yuxtapone la vida de Hall con acontecimientos históricos mundiales en lugar de los de la vida del artista. Un esfuerzo comparable en literatura podría ser la aproximación subjetiva a la historia de W.G. Sebald en Los anillos de Saturno (1995).
[12] H. Foster, “An Archival Impulse”, cit., p. 21.
[13] M. García Torres, en Montse Badia, “Las estructuras del arte: una entrevista con Mario García-Torres” en A*Desk (20 de octubre de 2012).
[14] N. Bourriaud, Postproduction: Culture as Screenplay: How Art Reprograms the World (Berlín, Sternberg Press, 2006), p. 18. [Hay edición en español: Postproducción. La cultura como escenario: Modos en que el arte reprograma el mundo contemporáneo (trad. Silvio Mattoni, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014)]. Aunque Bourriaud no se refiere a la investigación artística sino al ensamblado cultural de modo más general (sampling, hacking, DJing), su término es útil para describir el sentido de una deriva digital.
[15] S. Hartman, “Venus in Two Acts”, en Small Axe, vol. 12 N° 2 (2008), pp. 1-14. [Hay edición en español: “Venus en dos actos”, trad. Mauricio Delfín, en E-misférica, vol. 9, N° 1-2 (2012)].
[16] N. del T.: Middle Passage, expresión que designa en inglés la triangulación comercial efectuada en el océano Atlántico entre los siglos XVI y XIX, por la cual mercaderías europeas manufacturadas eran vendidas o canjeadas en África por esclavos que luego eran transportados al Nuevo Mundo y allí canjeados nuevamente por materias primas, que volvían a Europa y así completaban el circuito triangular.
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