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Piedra negra sobre piedra blanca. Conversación con George Steiner

DISCUSIÓN

Hay un dejo de tristeza en toda traducción, dice mientras hojea la edición en español de su primer libro de ficciones, El año del señor. Tristitia, corrige luego en latín, tratando de precisar el sentimiento que acompaña al traductor cuando después de un encuentro erótico violento con otra lengua que ha hecho suya vuelve a la propia, como quien regresa a casa. El viajero frecuente de las lenguas, asegura, acaba por quedar a la intemperie, en una tierra de nadie.

Es probable que George Steiner, parisino de origen, hijo de vieneses judíos, educado en Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña, habite esa tierra de nadie desde la infancia. Recibe al visitante en su estudio del Churchill College en Cambridge, pero es posible imaginar el encuentro en un cuarto idéntico repleto de libros en Ginebra, Oxford, Harvard. Habla un inglés británico elegante, matizado con alguna expresión francesa intraducible y una ligera prosodia germánica. El alemán, el francés y el inglés son sin ninguna preferencia sus tres lenguas natales. Sólo después, cuando cita con pasión a Stendhal o a Dante, a Wittgenstein o a Kafka, se descubre su verdadera patria. Ha dedicado la vida a la lectura de la gran literatura y recuerda momentos sublimes de los clásicos, como se recuerdan las plegarias, las calles de la infancia o las canciones patrias.

Descree de la teoría en las humanidades (“mera intuición que se impacienta”), del psicoanálisis (“una narrativa mitológica brillante”) y del complejo de Edipo (“un melodrama irresponsable”), pero admite que quizás no ha alcanzado suficiente originalidad y deseo de poder porque no supo rebelarse contra la biblioteca y el mandato de su padre. Su tarea de escritor, maestro, crítico, ha sido un in memoriam y él mismo, un curador de recuerdos. ¿Pero podría haber sido de otro modo, se pregunta, después del Holocausto? Ha confundido los límites de la filosofía, la crítica, la lingüística y la ficción con la misma libertad con que atraviesa lenguas y fronteras políticas. Los campos cercados son para el ganado, dictamina con cierta malevolencia, las pasiones en movimiento, en cambio, son el privilegio de la mente humana. El precio ha sido la marginalidad y la sospecha; es un anarquista platónico y un pensador solitario.

Durante el almuerzo en el comedor de profesores, comenta el último Booker Prize, la polémica muestra de nuevo arte británico en la Royal Academy, Sensation, y arriesga una hipótesis “ingenuamente romántica” sobre la huida intempestiva de Lady Di y Mr. Fayed. Si es cierto que se avecinan más de treinta libros con teorías conspirativas sobre la muerte de Diana, anuncia sombrío, es porque sólo dos lógicas —la paranoia y el absurdo— rigen el pensamiento del hombre contemporáneo.

Hay una tristeza profunda en la mirada de Steiner. La tristitia del traductor, la desesperanza o una vergüenza infinita que se traduce en cólera ante la ignorancia y la miseria humanas. Por momentos, sin embargo, se insinúa cierta calma. Los títulos de sus dos últimos libros se leen como el epílogo de una cuenta personal saldada: Pasión intacta, una colección de ensayos, y una biografía intelectual, Errata. Por los errores cometidos, explica, más penosos cuanto más irreparables.

 

 

Filósofo, crítico literario, escritor, hombre de letras. ¿Cómo se definiría?

Me considero un maestro de lectura, una actividad que está ligada a una vieja tradición judía. Durante cincuenta años ya —acabo de dictar el seminario número dieciocho— he sido un comentador, un lector de textos, alguien que ayuda a los otros a leer. Los franceses se refieren a mí como maître à penser, una expresión difícil de traducir, algo así como un pensador que tiene discípulos. Más sencillamente, me veo a mí mismo como alguien que se sienta a una mesa con un grupo de jóvenes y tiene el enorme placer de volver a leer algunos textos junto a ellos.

 

Cada lectura implica un modo de leer. ¿Cómo describiría el suyo, el que propone a sus alumnos?

Si me permite, voy a describir brevemente una especie de método ideal con el cual he trabajado en todos estos años. En principio elegimos un texto importante, un poema, un texto en prosa. Comenzamos por el diccionario y por la gramática. Si en los primeros seis versos del “Licidas” de Milton —quizás el más grande poema breve de la lengua inglesa— encontramos cuatro gerundios y tres ablativos absolutos, no es porque Milton haga alardes, sino porque la gramática es la música del pensamiento. La sintaxis contiene una visión del mundo, una metafísica. Luego, en la medida de lo posible, intentamos reconstruir el contexto histórico, social, porque contra gran parte de la teoría moderna —tengo aquí una importante deuda con la tradición marxista, Lukács, la Escuela de Fráncfort— creo que es importante saber, por ejemplo, cuál era la estructura económica detrás de la novela inglesa del siglo XVIII. Luego, poco a poco, nos acercamos al plano semántico, el sentido, la hermenéutica, sin esperar respuestas sino más bien mejores preguntas. Un gran maestro o un gran crítico debe hacer florecer el deslumbramiento del lector. No trata de decirnos qué debemos amar u odiar, sino que rodea el texto con una serie de preguntas que, con suerte, permiten que la obra se abra un poco más. Podemos argumentar nuestro desacuerdo, hacerlo más rico e interesante, pero es imposible votar sobre la calidad.

 

El desacuerdo crítico no debería fundarse en una cuestión de valor.

Efectivamente. Y es aquí donde acierta el deconstruccionismo. He combatido las teorías de Derrida durante toda mi vida porque creo que son de una frivolidad profunda, pero sin embargo es cierto que dan respuesta a una cuestión importante: no puede haber demostración en la estética como la hay en la ciencia, no hay pruebas. Llegamos así al último paso. Si mis alumnos se han enriquecido con esta lectura, les pido que aprendan un fragmento o un poema de memoria conmigo, by heart. ¿Por qué? “By heart” en la expresión inglesa hace referencia al corazón y es casi lo opuesto a aprehender algo con la razón. Ese poema o ese fragmento que uno guarda dentro de sí, cuya música conserva, ya nadie puede quitárnoslo. Ni la policía secreta, ni Wall Street, ni las drogas. Está dentro de uno, se ha hecho parte de uno y crece, cambia con nosotros a medida que pasa el tiempo.

 

La memoria sufrió un desprestigio considerable en las humanidades modernas.

Podría contarle una anécdota que lo dice todo. Cuando un alumno ingresa a la carrera de Medicina en Harvard, durante el primer año, tiene que aprobar una serie de exámenes para continuar en la universidad. Para el examen de Farmacología tiene que aprender aproximadamente ochocientas o novecientas fórmulas de memoria. No se trata de una simple tortura, hay buenas razones para ello: una droga equivocada puede provocar la muerte de un paciente. En principio los jóvenes estudiantes dicen que es imposible, que necesitan veinte frascos de Prozac, pero luego descubren que el cerebro puede hacerlo, que cuando se despierta ese músculo que ha estado dormido, sus poderes son inmensos. De pronto, una mañana, descubren que recuerdan las novecientas fórmulas y ya no las olvidarán. Las humanidades, mientras tanto, se han convertido en el pons asinorum, el puente de los asnos, de aquellos que no quieren dedicarse a las ciencias o no se interesan por las matemáticas. La situación de las humanidades es muy sombría: las ciencias exigen más y más, nosotros exigimos cada vez menos. Olvidamos que la mejor forma de deshonrar al ser humano es no exigirle aquello que es capaz de alcanzar. Durante toda mi vida he sido acusado de ser un elitista. Por el contrario, creo que honramos al ser humano exigiéndole lo que puede dar. O, para decirlo con palabras de Nietzsche: “Sé lo que eres”. No hay nada más barato y fascista en un sentido profundo que pensar que para el noventa por ciento de los seres humanos las Spice Girls son el máximo de su musicología.

 

Se ha definido como un maestro de lectura. Sin embargo, ha escrito varios libros de ficción.

En realidad no sé si soy un verdadero escritor de ficciones. En el verdadero creador hay cierto misterio que roza la estupidez, una gran inocencia, una inteligencia enorme no necesariamente intelectual. Aunque he tenido bastante éxito con mis ficciones, sé que son discusión de ideas, diálogos de pensamiento político, literario o social y argumentos. Espero que sean algo más pero no estoy seguro, otros decidirán. El verdadero escritor de ficciones, que crea mundos y personajes, lo hace con una espontaneidad que no es intelectual.

 

¿La literatura de Borges no demuestra lo contrario?

No necesariamente. En el caso de un verdadero genio como Borges, la inteligencia suprema permite crear no ya ficciones sino fábulas. Las “ficciones” de Borges no son ficciones en el sentido estricto. No tiene el menor sentido reunir a Faulkner, a Thomas Mann o a Joyce con Borges. Borges no es uno de ellos, es otra cosa, es el más grande alegorista del siglo. Es por eso que elige la forma breve; es en la forma breve donde la inteligencia suprema encuentra su mejor realización, y no en la novela, que está poblada de personajes que crecen y se desarrollan. Tal como Kafka, si se quiere, que sólo escribió un par de novelas, bastante excepcionales en su obra. El verdadero narrador posee otra fuerza, casi física, una fuerza somática diría.

 

¿Qué busca entonces en la novela, en el relato, que no encuentra en el ensayo?

Escribo ficciones para dejar que otras voces me ayuden a escuchar aquello sobre lo cual no tengo certezas, aquello que me atormenta o me angustia. La mía es una tarea muy solitaria. El Times me dedicó un artículo en setiembre titulado “El pensador solitario”. No pertenezco a ninguna escuela reconocida, a ningún círculo académico, no tengo grandes honores. Hay un momento magnífico en el Ricardo II de Shakespeare en el que el rey, solo en la prisión, dice: “Poblaré este pequeño mundo para no quedarme tan solo”. Si uno tiende a ser un solitario, la ficción es una compañía.

 

Hay un recuerdo suyo de infancia, que ha relatado muchas veces, que aparece en el primer cuento de El año del señor.

Así es. París, 1934. Grupos de las juventudes fascistas subían por la calle frente a mi casa gritando “Mueran los judíos”. Mi madre, muy asustada, quería cerrar las ventanas, pero mi padre insistió en que mirara la calle desde la ventana. Yo tenía cinco años pero recuerdo perfectamente la frase de mi padre: “No temas, pequeño, eso que ves allí es lo que llaman historia”. Desde entonces, nunca le he temido a la historia.

 

Me sorprendió encontrar esa escena convertida en un recuerdo de infancia de un oficial alemán. La transposición es bastante curiosa para un escritor judío.

Hay un maravilloso pasaje de Stendhal que dice: “Soy un hombre pequeño de piernas cortas y las mujeres me consideran un poco cómico, pero he marchado a Moscú y he vuelto. Lo que yo he vivido no lo vivirá ningún otro hombre”. A lo largo de los años, me he encontrado con uno o dos alemanes que con unas copas de más me han confesado: “Steiner, no puedes imaginarte lo que fue eso. Marchamos de Tobruk a Moscú, del norte de Noruega a Sicilia. Hitler nos prometió que el Tercer Reich duraría mil años. Fueron solo doce, pero valieron por mil. Nunca sabrás lo que es esa experiencia única, tan próxima a la hazaña de los hombres que marcharon junto a Napoleón”. Y yo, que estuve a salvo en casa, con la posibilidad de escapar a Nueva York durante los años de Auschwitz, debo confesar que envidié por un momento la totalidad de la experiencia de esos hombres. Recuerdo un encuentro con el gran crítico alemán Hans Jauss. Muy tarde una noche, después de varias copas de brandy —amaba el brandy—, me contó una escena que nunca olvidaré: “Ya era el final, estábamos allí con mi pequeño batallón de jóvenes de quince, dieciséis años, rodeados de tanques rusos. Les dije que si querían rendirse probablemente el enemigo los castraría. Si me seguían, había una posibilidad en un millón de escapar con vida. Decidieron seguirme y conseguí salvar a mi batallón completo”. Jauss era un hombre que uno hubiese seguido hasta el infierno. Tenía ese misterio de los hombres de mando, el carisma de los temerarios. Usted y yo probablemente desconocemos la temeridad. Y sería absolutamente hipócrita decir que no me interesa. ¿Qué se siente cuando no se teme a nada?

 

¿La ficción es entonces un modo de imaginar respuestas a esas preguntas?

El segundo relato, “Torta”, es una pregunta que me he formulado muchas veces: ¿qué haría si me torturaran? Cada uno de los hombres y las mujeres de la Argentina, supongo, se lo habrá preguntado. Hay personas muy firmes y muy valientes que se quiebran inmediatamente y hay otras, tímidas, asustadizas, que resisten. Y nadie lo sabe hasta que ha caído en la trampa. De modo que es eso lo que exploro en la ficción. Preguntas que no puedo responder analíticamente, pesadillas, esperanzas, fantasmas.

 

También en el ensayo usted recurre a la anécdota. Parece no acordar con Heidegger, usted mismo lo cita, que consideraba que las anécdotas mataban el pensamiento.

Hasta donde conozco su obra, durante ochenta y seis años Heidegger prescindió de la anécdota. Yo no puedo hacerlo; me encanta contar historias. Otra vez, se trata de una arraigada tradición judía. Hay un pasaje hermoso en la tradición hasídica que dice que Dios creó a los hombres y a las mujeres para que le contaran historias. Procuro que mis ensayos sean vívidos, no quiero aburrir a nadie. ¿Por qué esperar que los lectores nos lean si uno los aburre?

 

¿Por qué el título de esta primera colección de relatos, Anno Domini?

Para el cristianismo, desde el nacimiento de Jesucristo, cada año es un anno domini, un año del Señor. ¿Cómo es posible que llamemos a esos años entre 1941 y 1945 años del Señor?

 

Adorno se preguntaba cómo es posible escribir después de Auschwitz. También para usted hay allí un límite en la historia de la literatura y el arte.

No sólo para la literatura y el arte sino para el hombre. Auschwitz significa que hemos perdido cualquier derecho a confiar en el hombre. ¿Cuánta gente sabía lo que estaba sucediendo allí? ¿Podríamos haberlo evitado? He aquí una pregunta muy difícil. Sin embargo, hay para mí un segundo punto de inflexión. Cuando Pol Pot enterró a mil hombres, mujeres y niños vivos —una frase que nadie podría haber pronunciado en voz alta—, lo sabíamos y ¿qué hicimos? Nada, vendimos armas. Hoy podría ser Ruanda, mañana las masacres de Argelia. Por supuesto que podemos detenerlo, los franceses podrían detenerlo, la OTAN podría detenerlo. No con argumentos ideológicos en favor de unos u otros, sino simplemente como seres humanos: “Suficiente. Ya hemos tenido demasiado”. Pero nadie dice una palabra. Tal vez Dios haya decidido que todos los seres humanos se han convertido en “judíos”, refugiados que tienen que vagar, morir, sin poder jamás estar a salvo. Es por eso que en la tapa del libro de memorias que acabo de publicar, Errata, hay una estrella de David amarilla. Creo que es una marca que hoy implica a muchos seres humanos, a los desaparecidos de la Argentina, a los hombres en los campos de China, a los que mueren en las prisiones de África. Vivimos en una barbarie aún mayor que en otros tiempos porque la televisión nos informa todos los días. Ahora sabemos, pero no nos importa. Hay una masacre por día, habrá otra mañana. Las Spice Girls despiertan mucho más interés que las carnicerías diarias en todo el mundo. Y no hay vuelta atrás a las esperanzas del Iluminismo, a Montesquieu, Jefferson, Locke, Voltaire, aquellos que prometieron al hombre un gran progreso moral, a Marx que prometió un reino de justicia en la tierra. Se equivocaron. Fueron un maravilloso error.

 

¿Eso significa que ya no hay esperanzas?

Una de las últimas frases de Kafka a un amigo fue: “Hay muchas esperanzas, pero no para nosotros”. Es una respuesta terrible que cito muy a menudo. Pero por favor, piense que tengo sesenta y ocho años, tal vez se deba a la edad, al cansancio, al hecho de que me he pasado la vida preocupándome por estas cuestiones. Tal vez no pueda ver lo bueno que se aproxima.

 

¿Es también ese el origen de su escepticismo respecto del futuro de la novela?

No, no. Esa es otra cuestión. Estamos entrando en una relación completamente diferente con el lenguaje y el texto. Hace muy poco me entrevistaron en un programa de televisión con motivo de la inauguración de la Nueva Biblioteca Británica. Habrá dieciocho millones de libros allí, pero no pasarán por nuestras manos. Aparecerán en pantallas de computadora en todo el mundo. Me pregunto entonces con verdadero interés si algunas de las formas literarias tradicionales se adaptarán a la nueva tecnología. Las formas orales, la poesía, tienen un futuro enorme porque se adaptan a las formas electrónicas perfectamente. La novela en cambio, está ligada a la imprenta, a un cierto concepto de página y de lectores, de silencio y propiedad de los libros, de distribución en librerías, todo aquello que parece estarse perdiendo. Los expertos dicen que la ficción en su formato tradicional de libro tiene un futuro de no más de cincuenta años. Si esto es verdad, significa que las bellas letras serán aún más preciosas, estarán aún más aisladas de la corriente esencial de las necesidades humanas. Hay muy poca ficción en este momento que pueda competir con el impacto de la mejor televisión, los mejores documentales, los mejores films. Sé que siempre hubo escritores mediocres, pero creo que hoy más que nunca lo mejor de la imaginación humana, los talentos más creativos y más poderosos, están en los medios. Ahora bien, ¿cómo es posible que esto suceda a sabiendas de que los medios son efímeros? Aun el mejor programa de televisión, el mejor film, pueden emitirse dos o tres veces y luego mueren. Es cierto que mi pregunta parte de una concepción hebrea, helénica, o cristiana, que supone la inmortalidad de la palabra escrita.

 

¿Cree entonces que las formas artísticas se están adecuando a la inmediatez de los medios?

Los dos artistas más importantes de este siglo —no digo los más grandes sino los más importantes— son quizás Marcel Duchamp con sus ready-mades y Jean Tinguely, cuyas maravillosas esculturas cinéticas estaban pensadas para destruirse, para consumirse en las llamas. Tal vez sean estas las dos mentes decisivas en la estética de nuestro siglo y quizás algún día Picasso, que dice una y otra vez “Soy inmortal”, será incluido en una lista junto con Velázquez, Goya, Manet, Veronese, como un artista clásico, tradicional. Con la historia, como con el tiempo, no podemos hacer demasiado: está en marcha, ¿cómo detener los huracanes? Después de todo, las ilusiones clásicas, que hago mías aún, no nos protegieron demasiado. No hay Miguel Ángel que nos haya protegido cuando llegó la policía fascista. No hay sonata de Beethoven que nos haya protegido cuando los trenes corrían hacia Auschwitz.

 

¿Cómo imagina la situación del escritor en esa escena que describe?

Hay algunos hombres profundamente honestos que han abandonado la literatura o el arte. Otros, Paul Celan, Primo Levi, se suicidaron. No cuando los liberaron de los campos de concentración, y esto es lo más importante, sino cuarenta y cinco, cincuenta años después. Otros, sencillamente, no se formulan estas preguntas porque las consideran demasiado metafísicas, desesperanzadas, muy europeas o muy judías. La consigna es avanzar con el trabajo, hacerlo lo mejor posible, escribir la próxima novela, esperar el éxito. Muchos de los mejores talentos —lo he visto durante todos estos años como profesor—, los alumnos más dotados que podrían haberse dedicado a la literatura, al teatro o a la labor editorial, están hoy en los medios. Conseguir un lugar en la BBC significa hoy lo que significaba antes conseguir un cargo editorial en Faber & Faber o escribir la primera novela. Sé que hay un tremendo entusiasmo por el ciberespacio, la web, y es cierto que aún no sabemos dónde podremos llegar por allí. Si se piensa que con la realidad virtual es posible sentarnos en medio de una orquesta tridimensional para aprender a tocar un instrumento, que es posible colgar en una misma pared todos los cuadros de la historia de la pintura, compararlos, estudiarlos, que es posible reunir un poema de Keats con todos sus borradores, todas las traducciones, todas las ediciones y estudiarlas como nunca antes, el futuro es alentador. No voy a vivir para verlo, pero me interesa tratar de imaginarlo.

 

¿Cómo imagina el lugar del crítico en esa escena? Pensaba en la reacción de Harold Bloom que, frente a lo que él llama “balcanización” de la crítica literaria, decide volver a los clásicos y escribe El canon occidental.

Harold Bloom es una especie de rabino amateur. Para ser un verdadero rabino hay que estudiar veinticinco años y la tarea es muy ardua. Bloom es un hombre de una enorme energía, una enorme presencia y una gran pasión por la poesía, que ve que Estados Unidos adolece de esta tremenda falta de lectura, aún en una universidad de elites como Yale, y reacciona de un modo absolutamente rabínico, diciendo por todas partes: “Por el amor de Dios, ¿qué sucederá si no leen estos textos y no los leen conmigo?”. Hay entre nosotros una diferencia esencial. Bloom ha pasado por años de psicoanálisis y tiene una gran confianza en la teoría freudiana. Respeto esa diferencia, pero eso implica dos visiones completamente diferentes de la literatura. Sin embargo, creo que no es ese el punto más importante. Permítame que, una vez más, le cuente una historia. Cuando vivía en Europa Oriental durante los años más duros, la policía secreta polaca no permitía el uso de fotocopiadoras. ¿Qué hacían entonces mis alumnos? Copiaban a mano capítulos enteros de Dickens, de George Eliot. Aquellos fueron mis mejores alumnos. Conocían esos textos como ningún otro y gozaban de esa profunda alegría de la resistencia porque habían hecho de Eliot, de Flaubert, de Dostoievski, sus secretos aliados. Recordemos lo que dijo Borges cuando Harvard le ofreció un pasaporte diplomático durante los peores momentos del gobierno peronista. Sonrió con esa sonrisa indescriptible —la recuerdo perfectamente, me honró con su visita hace ya muchos años— y respondió: “Caballeros, la censura, la opresión es la madre de la metáfora”. No creo en instituciones ni en fundaciones. Creo en una habitación como esta en la que uno no se puede mover porque hay libros en el piso, en la que uno o dos alumnos se sientan conmigo, se enamoran o aborrecen un texto importante y empiezan a darse cuenta de que su vida ha cambiado después de ese texto. Recuerdo a un alumno norteamericano que me llamó por teléfono muy tarde una noche cuando estaba enseñando en la Universidad de California para decirme que no podía seguir viviendo porque acababa de leer Crimen y castigo. Ese es un premio que ningún comité para el Nobel podría darme: que un ser humano con nuestro ejemplo o nuestra ayuda tenga que llamarnos por la noche, porque ya no puede soportar la compañía de Raskolnikov. ¡Bravo! Entonces Dostoievski está a salvo, el ser humano está a salvo, hay algo allí que no puede ser tocado o destruido.

 

Su último libro, Pasión intacta, incluye un ensayo muy polémico sobre la cultura norteamericana, “Los archivos del Edén”. ¿Se considera un custodio de la gran tradición centroeuropea?

Hay algunas cuestiones que han sido malinterpretadas. Hay una escena bastante lejana ya, que está en el origen de ese ensayo. En la última reunión del famoso Instituto de Estudios Avanzados, con sede en Princeton, antes de que yo volviera a Europa para colaborar en la fundación del Churchill College aquí en Cambridge, se discutía la elección de un nuevo profesor de Física. Recuerdo que Oppenheimer, en ese estilo suyo gélido, aterrorizante, dijo: “Estamos aquí porque muchos refugiados vinieron a Estados Unidos. ¿Dónde estaremos cuando ya no haya diáspora de talentos?”. Alrededor de esa mesa habían estado Einstein, Panofsky, Von Neumann, Fermi, Kantorovich, Auerbach. Fue ese el germen de mi reflexión sobre la cultura en Estados Unidos.

 

A partir de esa escena usted cuestiona el espíritu democratizador de la cultura norteamericana.

Es que hay una pregunta por detrás de la pregunta de Oppenheimer que en realidad es doble. En primer lugar, ¿puede la democracia cultivar la excelencia? Spinoza —siempre vuelvo a Spinoza— no lo creía así. Y luego, en segundo lugar, ¿la felicidad es el bien supremo? Permítame explayarme un poco en la respuesta. Todos sabemos que, en la Declaración de la Independencia de Estados Unidos, en la Declaración de Derechos, hay un deseo claro de búsqueda de la felicidad. Ningún “ismo” europeo se ha atrevido nunca a tanto. Es esa, podríamos pensar, la meta de California: vivir bien, comer lo suficiente, tener una casa confortable, dos o tres autos. Noventa por ciento de la humanidad dice: “Sí, queremos ser felices. Ya hemos padecido bastante el infierno de la historia mundial”. Estados Unidos dice: “Nosotros sabemos cómo hacerlo”. Ahora bien, supongamos que tiene razón. Entonces ¿qué? ¿Podríamos curar al rey Lear alojándolo en un buen geriátrico donde Cordelia pudiera visitarlo todas las semanas? ¿Podríamos curar a Edipo con una operación de catarata? ¿El Valium y el Prozac son las píldoras de la felicidad que imaginó Aldous Huxley? Si esto es así, luego la humanidad tiene todo el derecho de decir: “Retírese, señor Steiner, ya no estamos interesados en la gran tragedia, en la gran filosofía trágica, hemos tenido suficiente, el precio fue demasiado alto”. Insisto, puede que estén en lo cierto, pero no puedo adoptar esa posición.

 

Usted habla de hipocresía y oportunismo en la cultura norteamericana.

Porque mi verdadero enemigo es el establishment liberal que quiere ambas cosas a la vez, enseñar Dostoievski y vivir al estilo californiano, estar en un Edén democrático e igualitario con los alumnos y gozar de privilegios intelectuales. Eso es imposible. Lo vi muy claro en el 68. Había profesores que corrían a besar a sus alumnos cuando llegaban gritando “¡Ho– Ho- Chi Minh!”. Mi actitud fue diferente. Los alumnos entraban a las clases gritando enfervorizados con sus brazaletes rojos. Cuando entraron a la mía, esperé que se callaran y les dije: “Número uno: puede que tengan razón en no querer estar aquí y nadie los obliga a quedarse. En ese caso, pueden retirarse porque aun con el aula vacía voy a dictar mi clase. Número dos: si deciden quedarse, recuerden que yo sé casi todo y ustedes no saben casi nada, pero estoy aquí para cambiar esa ecuación en favor de ustedes. Y ahora por favor, número tres: silencio”. No tuve un solo enfrentamiento. ¿Por qué? Afortunadamente, los alumnos tienen mucho olfato y descubren en seguida el oportunismo liberal. No estaban de acuerdo con mucho de lo que yo decía, pero querían escucharme porque sabían que estaban frente a alguien que vivía de acuerdo con sus convicciones. ¿Eso significa que un nazi o un estalinista es mejor que un liberal? He aquí un gran dilema, una pregunta aterradora: ¿qué hacer cuando la convicción es el mal? No tengo respuestas. Tal vez sea el tema de mi próxima novela. Pero sé que me resulta muy difícil entenderme con aquellos que quieren ambas cosas, que quieren llegar en su auto a una cómoda oficina en una fundación, en el Palacio de Berkeley, y luego dicen “estoy a favor de la igualdad total”.

 

Usted habla sobre todo de Estados Unidos, pero ¿no sucede lo mismo en Europa?

Por supuesto. Son los tiempos de la “traición de los intelectuales” que Benda previó perfectamente. Los intelectuales bailan por dinero, por una beca, por una columna en un periódico importante, por un productor de televisión. La autohumillación es bastante sorprendente porque las retribuciones son enormes. Hay una novela fantástica de Koestler, The Call Girls, las prostitutas, sobre aquellos que van de conferencia en conferencia en aviones de primera clase. Aunque también es cierto que hay uno en un millón que juega el juego y gana sin por eso humillarse. Tengo un enorme afecto y una gran admiración por Umberto Eco. Umberto juega el juego y sale airoso, como un maestro, sin comprometer sus mejores cualidades intelectuales y académicas. Usa el dinero para reeditar su tesis doctoral sobre lingüística medieval. Es necesario tener muchas dotes, una gran habilidad y una gran diplomacia para poder hacerlo. Marshall McLuhan es otro caso. Sólo lo tentaron en el final. Estábamos cenando una noche en un restaurante, recuerdo, le trajeron un teléfono y Marshall dijo una frase absurda: “Las palabras son el código Morse del alma”. Era la compañía Bell, pidiéndole un eslogan para un almanaque. Cinco mil dólares. Fui testigo de esa escena. Muy bien, pero es una pena tratándose de una mente como la suya, con todo su talento y su fuerza. Ni siquiera lo necesitaba. Por suerte, nunca nadie me ha tentado. Nadie me sedujo. Tal vez porque no les intereso demasiado.

 

París, Chicago, Londres, Nueva York, Inglaterra otra vez. ¿Está a gusto aquí en Cambridge?

Una de las mayores maravillas de este pueblo radica en el arte de la litote, la atenuación. Puedo resumirlo en una breve anécdota. Hace poco invitamos a un visitante norteamericano muy simpático a almorzar aquí en el College. Venía de pasar sus vacaciones en la península escandinava y, entusiasmadísimo con la experiencia, recomendaba calurosamente un viaje a los países nórdicos. En algún momento le preguntó al comensal sentado a su lado si había estado alguna vez en Estocolmo. Mi colega de Cambridge, sin levantar siquiera la vista del plato, le contestó: “Sólo una vez”. No nos atrevimos a aclararle a nuestro invitado que acababa de dirigirse a un Premio Nobel. Eso es lo que yo llamaría “la arrogancia de la litote”. Después de años y años de trashumancia, le diría que sí, que estoy muy a gusto aquí en Cambridge.

 

Cambridge, octubre de 1997

 

Un fragmento de esta entrevista apareció en Clarín en 1998. La versión completa que se reproduce aquí se publicó en Graciela Speranza, Razones intensas, Perfil libros, 1999.

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