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Retrato y repetición. Sobre Tríptico de Mondongo de Mariano Llinás

DISCUSIÓN

A Jean-Luc Godard le encargaron una película con motivo del 500° aniversario de Lausana (Suiza). El director, siempre dispuesto a hacer lo que nadie espera, inventó un corto de doce minutos (Carta a Freddy Buache, 1982) atravesado por dos preguntas: qué significa filmar por encargo y qué planos serían ideales para captar la esencia de la ciudad (la esencia de la ciudad es la ficción): “Un plano verde, un plano azul y otro sobre cómo se pasa del verde al azul”. Imbuido en la búsqueda de la Santa Trinidad de los tres planos (que duren lo suficiente para observar el pasaje del verde al azul), Godard nos regala, bajo los influjos del “Bolero” de Ravel, una verdadera fiesta de encuadres, texturas, composiciones, formas y colores (formas de colores) que dicen mucho más (y mucho menos) de Lausana que si hubiese respondido al compromiso con una obra tradicional.

En 2023 Mariano Llinás recibió un encargo similar por el 110° aniversario del Viejo Hotel Ostende. El producto final es un corto de quince minutos que, en lugar de contar la historia del hotel, cuenta la historia de algunas imágenes (fotos antiguas), cuestiona el orden representativo (le pide al montajista “pileta… bar… ventanas” y la devolución se demora y llega alterada), apuesta por la confusión (la Ostende belga por la Ostende argentina) y los pasos de comedia (Llinás termina bailando a cámara “Acapulco”, una canción italiana de música ligera).

Con este prontuario sobre las espaldas, no sorprende que antes de los treinta segundos de comenzado Tríptico de Mondongo, se lea entre las carpetas de la computadora “Hotel Ostende”, como antecedente ineludible del trabajo que ArtHaus le encargó a Mariano Llinás, así como Fundación Andreani le había encargado una película sobre Clorindo Testa.

Un tríptico es una obra dividida en tres partes, no tres obras distintas unidas por el nombre, aunque en el caso de Mondongo cada parte podría funcionar de manera autónoma.

La parte I, El equilibrista, presenta al grupo artístico compuesto por Manuel Mendanha y Juliana Laffite mientras construyen, junto al equipo de colaboradores, El baptisterio de los colores que se encuentra hoy (tras las renovaciones) en el séptimo piso de ArtHaus, donde la película se ha venido proyectando desde marzo (y se proyectará hasta fines de mayo). Superpuesta a la construcción del baptisterio, en diálogo y fractura con respecto de la acción, Graciela Siracusano, historiadora del arte, entrevista a los integrantes de Mondongo. Es la parte institucional: Manuel y Juliana repasan la historia del grupo, la singular elección de los materiales (galletitas, pan, caramelos, plastilina), sus técnicas y procedimientos, la creación de escenas.

Como estrategia narrativa, leemos en una pantalla de computadora el guion de la película que, en algún momento, pasa de adelantarse a los hechos a corregirse por los hechos. La música del clásico de Hitchcock, Vértigo, compuesta por Bernard Hermann, introduce elementos misteriosos (y cómicos) en el film y anticipa el futuro, porque en el epílogo, las manos mágicas de Llinás escriben un poema que anuncia, a través de reflexiones irónicas sobre la obra de Mondongo (“Si todo eso / que vos construís paciente / como un albañil / termina siendo una opulenta mercancía / resplandeciendo / en la Casa de los Ricos), el dramático desenlace, el mal paso del equilibrista, su caída. Por cierto, ¿la “denuncia” de Llinás contra sus ex amigos no es también una “autodenuncia”? La hipótesis encuentra visos de confirmación en la segunda parte, cuando Llinás se pregunta, después de diez o quince minutos de una luminosidad nostálgica irredenta, si estaban llevando bien la cosa —la vida— o se habían vuelto de a poco ese tipo de imbéciles que despreciaban.

En la parte II, Retrato de Mondongo, Llinás narra la historia de una derrota (que puede convertirse en victoria). Para eso el director se vale de dos pinturas de Manet, ejecuciones de Glenn Gould, archivo personal, Google, YouTube, y suma los acordes de Psicosis (otra vez Hitchcock, otra vez Hermann) para envolver las acciones y perforar el sentido. Las imágenes transcurren con Llinás diagramando en su hoja de ruta lo que va a suceder.

El núcleo del retrato (el retrato es más profundo cuanto más se desvía del original) brota con el intento de fabricar “La noche falsa”, partiendo de la recreación de registros visuales del grupo. La tensión aumenta a medida que Llinás impone sus decisiones, hasta que un comentario desafortunado desata La tempestad. De ahí en adelante —los últimos veinte minutos—, las grabaciones de reuniones pasadas comienzan a mezclarse con el presente (al son de Roberto Carlos y Gilda), y el tono de la película cambia, se vuelve melancólico, melancólicamente feliz. Pero no es Llinás la causa del cambio, sino la fuerza del cine, el empuje de un arte capaz de captar lo inasible, de abrirnos los ojos sobre lo que no queremos ver, por miedo, ansiedad o vergüenza: la juventud perdida, los sueños frustrados de gloria, el fin de la amistad.

La parte III resulta de una superposición de imágenes, la más experimental del tríptico, Kunst der Farbe (El arte de los colores), y versa sobre el libro del alemán Johannes Itten, inspiración para el baptisterio de Mondongo. Es una película compleja, tal vez innecesaria, en sintonía con Adiós al lenguaje de Godard, un ensayo extraordinario sobre qué significa narrar cuando no se puede narrar. Pero ¿qué ensaya Llinás en Kunst der Farbe? Una respuesta posible surge de la parte II. Llinás trae a cuento la intervención de un usuario de Letterboxd que acusa al director de “no saber cómo seguir”, a tal punto, dice, que la solución que pergeñó Llinás frente a semejante problema es la autodestrucción. El director, agraviado, convoca al espíritu de Jean Cocteau, “desarrolla lo que critican de ti”; toma entonces las palabras de “el de Letterboxd” (así lo llama Llinás) y las convierte en poema (el artista Fabio Kacero hizo lo propio en 2007 con una crítica negativa, pero en aquel episodio la convirtió en canción). Después de la metamorfosis, Llinás asigna “un poco de razón” al crítico y avisa que si el retrato es autorretrato, el designio final de este es la autodestrucción. ¿No reside ahí la clave de la tercera parte? ¿Demoler? ¿Contar que ya no se puede contar?

Los detractores —a diestra y siniestra— tienen razón: Llinás se repite, pero no desde Clorindo Testa, sino desde mucho antes, quizás desde sus inicios, cuando soñaba con tocar los corazones de la gente; como si no conociera otra cosa que repetir y repetirse, como si la repetición fuera su destino. Nadie lo duda, Llinás reincide en procedimientos ya empleados, usa lo usado, lo gasta (no escatima en gastos), retoma escenas, canciones, referencias. En la parte II, por ejemplo, pretende recrear lo filmado, ¿para qué?, ¿con qué objeto? El de Llinás es un modo de crear que supone la repetición. Propia y ajena. En Tríptico de Mondongo (además de todo lo dicho), detectamos: Historias extraordinarias (la música), La flor (el procedimiento de introducir los capítulos), Clorindo Testa (el libro), Viejo Hotel Ostende, y más… Pero también repite procedimientos dentro del tríptico, y sólo como detalle de color (del color trataba el corto de Godard; del color habla Llinás en el tríptico), en la mitad de la segunda parte se escucha una voz femenina pronunciando el nombre de la ciudad de Lausana.

Llinás necesita que el pasado retorne (sus padres, biológicos, simbólicos, mitológicos: Julio, Jean-Luc, John), pero no como añoranza, sino como método; no como recuerdo, sino como material, como si el presente fuera para él la continuidad del pasado por otros medios; como si hubiera algo de lo que no puede, ni quiere, desprenderse; un fantasma infantil, tal vez, un fuego sagrado con el que trabó amistad en una ceremonia santa, tomando whisky sin parar hasta volver a embriagarse de gloria. Se los ve a bien, muy a gusto, están celebrando, en la hora de la derrota (“La verdadera noche”), el triunfo del cine.

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