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“¿Qué ha quedado de tu antiguo esplendor?”, le pregunta Manuela Gorriti a las ruinas de su hogar de la infancia, y esa inquietud lanzada a un tiempo que alguna vez fue dorado abre, a través del epígrafe, el libro de poemas de Magalí Etchebarne, que se inscribe así en la familia poética de esa escritura íntima, diaria, de volver sobre lo que alguna vez fue: los fantasmas, las formas familiares del amor y el cuidado, la casa vacía, el duelo. Quizá la pregunta mayor que sobrevuela este libro de poemas sea: “¿qué hacer en la escritura con la muerte, con la bestia lobo del dolor?”. Se escribe ensayando preguntas y respuestas, siendo la propia jedi del camino de aprendizaje: “¿cuál es el poder de la escritura? / ¿es un conjuro? / ¿un maleficio?, ¿una macumba?”.
Este libro es el segundo de la autora, luego de Los mejores días (2017), cuentos que llegaron a las diez ediciones y a publicaciones en distintos países, también publicado por la editorial Tenemos las Máquinas. Cómo cocinar un lobo es una experiencia nueva, de lenguaje nuevo en la poesía. Una cuestión que se despliega como tema en la escritura: cómo la naturaleza de lo contado condiciona el ritmo, el tono, el corte de los versos, pero también abre camino a una forma, la búsqueda de nuevos lenguajes para contar el linaje, la familia, los huecos y silencios de la historia: “De lo que me dejaron podré hacer crecer / mi escritura. Lo que callaron / quizás lo haga poema”.
La historia del duelo en estos poemas también abre espacio a las cosas que quedan. Sin romantizar, hay un equilibrio entre la fantasía por dar con un sentido revelador y la realidad del vacío: “Pero no hay diarios ni cartas secretas, / ninguna confesión en los armarios, del sótano / no desenterramos nada”. Así, los objetos aparecen en su extrañeza, a veces como carga, ancla o archivo sentimental. Las cintas de casete grabadas por el padre, los árboles añejos del patio de la infancia, los pájaros que esperan alpiste en el galpón, las plantas, las fotos de desconocidos, un billete de lotería. Los dibujos de la artista visual Ana Carucci, que acompañan estos poemas (y el arte de portada de los libros de la editorial desde sus comienzos), son elocuentes en ese sentido: distintos objetos sostenidos, haciendo equilibrio entre manos, una coreografía de cuidados al vacío.
Árboles y plantas aparecen en los dibujos y quizá en la escritura como una especie de punto de sostén, de raíz epífita, reservorio de semillas de la historia, evasión catártica del pensamiento del poema o del dolor. A veces funcionan como símil, un consejo para una vida otra: como las plantas, es imperioso transformarse. Se enhebran las historias vegetales con las historias de una familia: el cuidado mutuo, la vida conjunta, el silencio, el misterio: “Leí que la familia es un árbol, aunque me parece un mapa / con sus bloques de tierra / personas y distancias / zonas peligrosas y ciudades a las que no volveremos”.
Las escenas de cuidado, el deterioro, la enfermedad, la vivencia del cuerpo están trabajadas en detalle y con metáforas iluminadoras, surrealistas: “y ruega: que sus pulmones vuelvan a ser alas limpias / cortinas que apenas se agitan / durante una siesta de verano”; “pasé el pullover rosa por su cabeza melón / y los brazos ladrillos”. En este sentido, el cuerpo ancla un presente, un momento físico del poema, que cobra espesura en la gran capacidad de despliegue visual de los poemas y en la construcción de analogías.
En Cómo cocinar un lobo la poesía parecería estar ahí: en la receta que busca ser conjuro, en el camino de aprendizaje de lo nuevo, una identidad, un lenguaje, genealogías otras. Como Cocina ecléctica de Manuela Gorriti, más que un recetario es una cocina a través de afectos, de poemas, de curandería: “le dije que tengo poderes / en las manos, y una mañana / para mí que la curé”.
Magalí Etchebarne, Cómo cocinar un lobo, Tenemos las Máquinas, 2022, 80 págs.
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