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Un viejo en cueros trabajando la madera y el living de un departamento convertido en astillero. En la cocina, mientras tanto, el hijo recién llegado y la madre se funden en un abrazo de consuelo y pesadumbre. Sí: El agua cruda arranca con una secuencia de imágenes robustas. Sobre el final, producto de una medida arquitectura, el barco, apenas navegable, el viejo hecho polvo, la madre y el hijo participarán de un rito igualmente fuerte y cargado de un lirismo postrero. Entre una orilla y la otra está el mar, un océano de historias que se suceden como las olas que se vuelcan contra la rompiente.
Hilvanadas con el afán de recomponer una memoria vaciada por la enfermedad, esas historias, narradas por voces diversas y desde perspectivas también disímiles, se entrelazan en una estructura coral. Hay un narrador que dispone algunas de ellas en un tono más o menos neutro y hay personajes que cuentan las propias con palabras, inflexiones y ritmos que las vuelven entrañables. A veces se yuxtaponen, en una secuencia abrupta de corte y pegado; a veces se llaman unas a otras como amigos con el silbido. Los temas y las tramas —crímenes y venganzas, una navegación sobre el río Arrecifes, el fútbol o el ajedrez, por ejemplo— son otros tantos espejos de una versatilidad narrativa notable, que tensa el conjunto en un nudo dramático depurado y complejo a la vez, más propenso a aguijonear la emoción que a hundir al lector en un laberinto intransitable. Es difícil no enternecerse con la distancia obligada con que se tratan el padre y el hijo, de usted, y es casi imposible no esperar, con angustia y con ansias, ese destello que los vuelva, por un instante, conocidos.
Así como el living, “presente elástico donde se construye un barco”, otro núcleo contra el que orbitan los relatos de la novela es la Unidad 10, el pabellón neuropsiquiátrico de un centro penitenciario en el que Manuel —el padre— ejerció como médico durante toda su vida. Esa cárcel existe y quizás lo que en El agua cruda se narra tenga algo de cierto. Pero más que como una realidad o un pasado, habría que pensar en la Unidad 10 como en una usina. Entre guardias, presos, colegas y sucesos —el furgón con los “zurditos” tabicados, el Vasco de los motines recurrentes— es posible que aparezca el impulso eléctrico que active una sinapsis reparadora, algún conjuro al olvido senil que nubla el entendimiento del padre.
Sin embargo, pese a la ocurrencia de un lugar u otro, de un nombre o un hecho —“¿te acordás, papá?— y salvo por Lola, la madre, y Horacio, el hijo, “no hay una palabra para nombrar eso nuevo que son entre ellos”. La flamante composición de lo que puede ser una familia, sus lazos, jerarquías y dinámicas singularísimas a expensas de una enfermedad es otro acierto de la novela. Puede que otro más se note entre los compases de unas oraciones llanas y empáticas que asumen la vejez y el deterioro mental con una especie de levedad graciosa —no cómica—, íntima, para nada lacrimosa ni autocomplaciente; un espacio de cierta libertad frente al dolor conseguido —concedido— por la articulación de la palabra.
Marcos Crotto Vila, El agua cruda, Obloshka, 2021, 160 págs.
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