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Así como toda civilización se origina en un desplazamiento, la ficción encuentra en ciertos paisajes la tierra prometida donde poblar su página en blanco. La pampa gringa es en ese sentido el escenario mítico en el que ocurren los cuentos de La paz que los demonios temen, y que Diego Vigna (1982) forjó a medias entre el artificio fabulador y el oído y la observación in situ. La biografía del autor, nacido en Buenos Aires, criado en Neuquén y finalmente cordobés por adopción, ya anuncia la infiltración sesgada de su retrato rural, semejante a un Malinowski que de pronto tuerce, altera, distorsiona las leyendas orales que anota en su cuaderno sabiendo que sólo al desvirtuarlas podrá mantener su carácter maravilloso. “¿Qué pasa cuando esos relatos no son elaborados desde el conocimiento de lo propio? ¿Ni desde el recuerdo nostálgico del terruño, melancolizado por la distancia?”, se pregunta Leticia Obeid en la contratapa. Es justamente esa brecha de sombra, sátira o suspicacia de forastero la que alimenta el tono del libro, sugerido desde el vamos en la elusiva oscilación del título: ¿es la paz la tranquilidad provinciana o la muerte? ¿Quiénes son los demonios?
La dimensión acechante se cuela desde el primer relato, “La gran masa”, donde el cambio climático se cierne sobre la población de la reseca y quieta Inviolata en forma de diluvio bíblico. Los testigos apocalípticos del fenómeno son un niño que pedalea en bici llevando adelante el ritmo agitado de la narración y un Jesús moribundo y nada santo que se ganó fama aldeana de borrachín y mentiroso. Aquí se activan las señas que continuarán desplegándose a lo largo del volumen, que puede pensarse como un ramillete episódico de western panorámico semejante al que patentaron en cine los hermanos Coen. Hay traslados por rutas inhóspitas, acontecimientos ominosos de destello fantástico, la aparición de animales admonitorios, una sobreabundancia de apellidos italianos, dosis repartidas de brutalidad e inocencia, localidades de efusividad nominal (Maronese, Planchada, Monteolivo, Saladillo, Pico de Buey) y una desolación de llanura que sume a sus criaturas en la fiebre, el extravío y el sinsentido. “Magún” es un relato clave en ese aspecto, dedicado a una melancolía tan genética como telúrica que afecta a empresarios sojeros que no tienen más opción que recurrir a una psicóloga lacaniana venida de otros pagos.
En buena parte de su entramado, La paz que los demonios temen se torna amable en su adscripción a la línea de lo jocoso y de lo desopilante. Es el caso de “Una vida escrita”, el más extenso de los cinco relatos que componen el libro, en el que la caracterización de un matrimonio armenio avala un exotismo periférico insospechado. La picaresca del contrabandista Varou y de su aguerrida esposa Lousa junto a su clan a lo largo de varias décadas contornea la ficticia localidad de Povería con eventos históricos de un país reconocible: la dictadura militar, la hiperinflación, la importación de baratijas en la década de 1990. Vigna no abandona la realidad, sino que la pone en un espejo, y en “El mal tercio” es su reflejo generacional el que emerge: las figuritas del Mundial de Fútbol, los concursos de tapitas de gaseosa y la visión lisérgica de una fabulosa cupé Fuego delatan al etnólogo camuflado. Pero el tema del conjunto es la muerte, esa frontera última en donde ya no queda ninguna paz que temer.
Diego Vigna, La paz que los demonios temen, Borde Perdido Editora, 2023, 154 págs.
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