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¿Cómo se gesta una voz propia? Pero también ¿cómo se hace lugar a la escucha de aquello que desbarata todo lo que se consideraba propio, apropiado o se creía conocer? En la primera novela de la argentina Andrea Márquez estas preguntas toman cuerpo a la manera de un perturbador viaje introspectivo que apuesta por la escritura como salida de sí. “Y yo no sé si puedo escribir así, radiografiada. No hay afuera. No hay afuera. Tampoco hay novela, lo que hay son notas, recordatorios de cosas por escribir, anotaciones telegráficas sobre un tiempo que insiste en aparecer, notitas, nubes”.
Fragmentario, de prosa sensible y fuerte impronta onírica, el relato transcurre en el último cordón de Londres, en una casa de halo fantasmagórico que linda con un bosque donde se mudan la narradora con su marido y una hija de tres años, mientras una cuadrilla de trabajadores extranjeros, en su mayoría albanos, llevan adelante una reforma estructural sin la cual la casa se vendría literalmente abajo. Uno de ellos, joven y musulmán, ocupa las fantasías sexuales de la protagonista. No está claro si sobreviene o no un pasaje al acto, pero sí que la presencia del albano instala una zona inquietante e intensamente erótica que remece la casa familiar, que insiste como el polvo y asedia sin descanso la abigarrada vida anímica de la narradora que escribe en su cuaderno: “Lo que intento decir busca una forma imposible, no sabe cómo irrumpir. Ocurre entre bichos y pastos y lenguas besadas pero sin gramática de apoyo”.
Las huellas de la preparación de la novela, dispersas en la novela misma (notas, listas, apuntes de clase, silencios, cortes e impasses en los blancos de la página), hacen de Plan de parto no sólo una meditación sobre el deseo de escribir, sino también una pregunta que apunta a los modos de escribir el deseo: una erotografía, podría decirse, que interroga, en conexión con lo anterior, la memoria y las temporalidades del duelo; que figura las inflexiones, ardientes y mortificantes, de la mirada y de la voz en su capacidad de tocar y atravesar los cuerpos; que despliega distintas figuras de la oscilación, la intermitencia y el error, apuntando siempre a lo que resiste como enigma o a lo que permanece velado; a “eso” extraño o monstruoso que nos habita y que extrae su fuerza precisamente de la vacilación o del no saber del todo qué se está haciendo. Si radiografiada no es posible escribir, la novela de Márquez explora hasta qué punto la opacidad del yo, del lenguaje y del mundo son, por el contrario, condiciones de escritura. Revela, en ese mismo gesto, la carga normativa de la transparencia o, para decirlo más simple y llanamente, las violencias de la luz.
La frase de Márquez es cortante y rápida, eléctrica; por momentos exquisitamente poética pero también un poco brutal, como si la llevara el vértigo sin nombre que acecha en la opacidad neblinosa que rodea la casa, el cuerpo, la propia voz extrañada. Así, el relato, que intercala materiales extraídos de Internet (que discurren sobre etología, medicina, física o teoría de la música) se va tramando menos al modo canónico del diario de vida que como una suerte de partitura textual, de cronología errática y desordenada, que va (a)notando efectos y afectos, indicaciones de lectura y expresión, rasgos, pulsos e insistencias en formas que crecen y se metamorfosean como la “hierba mala” que se multiplica en el jardín, como noticia última de lo intratable, desgarrador e incalculable del deseo.
Andrea Márquez, Plan de parto, Mardulce, 2023, 160 págs.
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