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¿Es necesario escribir sobre las obras de arte, romper el silencio de las imágenes? Toda leyenda que acompaña una imagen, escribía Michel Tournier, ha de acarrear consigo explicación y admiración, el sentido de algo que debe ser leído para presentarles a los lectores la posibilidad de maravillarse.
Fue esta ecuación bien lograda lo que hizo de El nervio óptico (2014) una suerte de lectura obligatoria en el panorama de la literatura contemporánea. Diez años más tarde, María Gainza vuelve con quince textos a ensayar sobre esta tensión entre el comentario crítico y el prodigio artístico, hallando en recodos de la autobiografía, el arte y la literatura una prosa distintiva. Tarea difícil, sin embargo, la de repetir la fórmula de lo que la propia autora, en el epílogo al presente libro, llama un one hit wonder (no sin un dejo de autoconmiseración). Y es precisamente esta reflexión sobre el propio quehacer lo que marca el tono de Un puñado de flechas. Ya desde el texto inicial que da pie al título, “El carcaj y las flechas doradas”, quedan echados los dados: “El artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas”. Se trata de un adagio que la autora/protagonista decide recibir como obsequio, nada menos que de la boca de Francis Ford Coppola, de quien fuera intérprete circunstancial en una de las visitas del director a la Argentina. De ahí se sigue que todo artista haya de adivinar el cómo y el cuándo agotar sus flechas. En este tiro al blanco, hay tantas flechas doradas como desaciertos.
Relucen, por ejemplo, el magistral empleo de la elipsis en breves semblanzas biográficas, como la del pintor exiliado Nicolás Rubio y su esmero tardío de retratar desde la memoria el pueblo francés que lo refugió, o la de la escultora María Simón y su vida excéntrica y cosmopolita; o las meditaciones sobre el espacio y el horror vacui con motivo del departamento atiborrado de un coleccionista que “adopta” obras de arte. Asimismo, es notable la curaduría de Gainza, pues los más de los que trata son artistas argentinos (circulan nombres como Aída Carballo, Alberto Goldenstein o Guillermo Kuitca). O si no, al tratarse de antiguos maestros, elige piezas descentradas de las capitales del arte global, como una acuarela de Cézanne relegada en el Museo Nacional de Bellas Artes, o “el Tiziano de Tzintzuntzan”, un lienzo del Descendimiento de Cristo custodiado por indígenas, cuyo portento y maldición Gainza arroga como recurso de suspenso en su relato. Otros aciertos son aquellos relatos peregrinos (“El triángulo de Piria” y “El desconcierto”) en los que se mezcla un buen pulso para el género detectivesco con la digresión sugestiva.
Pero más allá del dictum de un director que cuenta con un par de obras maestras para regodearse, lo que aquí se pone en riesgo es el estilo. Y es que la autoconciencia estilística y la autorreferencia son flagrantes, no siempre con connotaciones favorables. Se advierte, caso a la vista, un uso superficial del arte occidental como lingua franca (en símiles y sinécdoques: “como el hombre de Vitruvio”, “el Piero della Francesca de la pintura argentina”, “parecía la anamorfosis del cuadro de Holbein”, etcétera), así como comentarios de pasada (y el epílogo) en los que la autora parece justificarse o incluso autoparodiarse (“Bodhi Wind”). En cuanto a la autorreferencia, lo personal resulta, por ocasión, anecdótico, como en un texto que abre como una paráfrasis de “In Bed”, ese texto canónico sobre la migraña en el que Joan Didion hilvanaba con elegancia el carácter y esa enfermedad. Gainza en cambio trata de hilar vagamente, casi a modo de sinestesia, la migraña con aura y los cuadros de Aída Carballo, pero sin llegar a transmitir ni la admiración ni la explicación que hagan necesarias las palabras sobre el arte.
Con todo, Un puñado de flechas se constituye, mal que bien, en estos riesgos y de manera admirable. Y si lo único realmente contable del arte es su misterio, su leyenda, este libro demuestra bien sus razones para contar.
María Gainza, Un puñado de flechas, Anagrama, 2024, 248 págs.
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