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¿Qué hay en el misterio de toda amistad? ¿Distancia, frecuencia, tiempo? ¿Tal vez la resignada competencia que el afecto disimula? ¿Acaso la torpeza del querer que ya nos pierde? Sin duda las mejores páginas sobre esta pasión se las debemos a Adolfo Bioy Casares, y no por lo que en él hay de eterno aprendiz de ese culto, sino más bien por lo despiadado que ha sido cuando la amistad le reclamaba el perfil humano —demasiado humano— que siempre ha impulsado. Quién no recuerda, entonces, en una de las mil páginas de Borges (2006), esas anécdotas que despiertan su sorpresa al regresar el amigo ciego del cine, al recitar una saga mientras se orina el pantalón, o al luchar como un niño con los granos de arroz cuando, noche a noche, se escribiera “cena en casa Borges”. Sin embargo, ese Bioy infidente, desleal y traidor, es también quien en contadas ocasiones se deja ganar por lo que toda amistad tiene de intransferible: la emoción. Esta vez sus recuerdos sobre Juan Rodolfo Wilcock no escapan a ello. Una mañana de marzo de 1978, el autor de El perjurio de la nieve señala: “Cuando voy a tomar el desayuno al comedor, Silvina me anuncia la muerte de Johnny Wilcock. Me voy a llorar al baño […] Pienso que debiera escribir mis recuerdos de Johnny. La idea de nunca más verlo y conversar con él me entristece mucho”. Fiel a sí mismo, cuando no maniático de cuanto lo rodea, Bioy ya ha escrito esos recuerdos en diarios, cartas y entrevistas; tal vez porque sabía que el misterio de toda conversación con un amigo radica en la inteligencia literaria que en ella puede escucharse.
Para mediados de los años cuarenta, Wilcock no sólo es un poeta premiado, sino también alguien “muy inteligente y muy capaz (a quien) la vanidad lo desequilibra”; por ese tiempo ya comparte la mesa en la casa de la calle Posadas, pero “es tan ávido que, durante las comidas, se sirve aún lo que no come”; además “es inteligente, culto, perspicaz, brillante y, a pesar de ser muy personal como individuo, es tan dependiente del prójimo, tan imitativo” que en literatura su juicio roza el esnobismo; admira a Eliot, Pound y Joyce. Para Borges, no es más que “un muchacho que se ha hecho odiar. Nadie lo quiere”. Pero, aun así, esa casa tiene otros accesos, las dependencias que controla Silvina Ocampo, quien no duda en abrirle las puertas al “Shelley argentino” que abandona su casa en la calle Montes de Oca, donde en cama y sin levantarse por semanas pasa el tiempo “escribiendo en el desorden y la mugre”. Está claro, entonces, que Wilcock es lo suficientemente diletante como para ser incomprendido y a la vez admirado, y por demás inteligente para “lograr la atención sobre sí”, como también para “crear situaciones incómodas”. Bastará nada más que le nieguen un premio y alguna que otra rabieta íntima para que en 1957 decida quedarse en Italia, cambiar de lengua, escribir prosa y transformarse en un ensayista implacable y temido. Sin embargo, aun a la distancia, jamás dejará de gestionar traducciones para sus amigos. Con el tiempo, las cartas de Bioy le restituyen el lugar del recuerdo; hasta que en 1970 lo visita en Roma, por última vez, buscando sin dudas su conversación, en la cual resalta “que los días se llenan con nada. Que de su día sólo se salva un paseíto que da antes de almorzar: el resto es una porquería”. El brillante diarista que es Bioy escucha ahí una despedida; sólo en la distancia del final los amigos saben que se han reencontrado. El destino está cumplido. El resto ya es literatura. Este reverso del monumental Borges —tal vez más franco y despiadado, pero también más sentido y apasionado— nos trae entonces un silencio ensordecedor, cuyo eco no hace tanto comenzamos a escuchar.
Adolfo Bioy Casares, Wilcock, Emecé, 2021, 248 págs.
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