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Si a mediados del siglo XX el escritor cubano Alejo Carpentier acuñó el concepto de lo real maravilloso con el propósito de ofrecer una noción que condensara el imaginario caribeño para ojos europeos bajo la idea de un territorio exótico, mágico, propio del cuerpo desnudo o del retorno asombroso a la naturaleza salvaje; si esa concepción guarda estrecha correspondencia con los circuitos globales de la actualidad que extraen o exigen de Latinoamérica la encarnación de una alteridad irracional, la novela Hecho en Saturno se propone como una apuesta desde el campo literario a interrumpir y desarticular esas formas coloniales de inteligibilidad de lo latinoamericano. Multiplica, en cambio, formas de ambigüedad que la afirman desde el entrelugar y la refracción fronteriza que se rehúsan a los guiones identitarios prefijados. El punto de partida es Argenis, protagonista dominicano, adicto en rehabilitación que viaja a La Habana con el objetivo de iniciar una lenta desintoxicación y bajo la ayuda del doctor Bengoa, emisario del padre, encargado de inyectarle una droga que desplazará a la anterior. La figura de Argenis y el itinerario que delinea de Santo Domingo a La Habana ida y vuelta constituyen no el reverso ni el negativo, sino la reescritura y la revisión ―acaso imposible― del proyecto de hombre nuevo fraguado por la generación de quienes fueron jóvenes en los sesenta y setenta y atravesaron la compleja presidencia de Joaquín Balaguer en la República Dominicana. Ese registro, ahora, el de un personaje en búsqueda de su desintoxicación, se refracta y dispersa en objetos diseminados que aparecen a lo largo del relato como reliquias de un pasado remoto: el Che convertido en un póster con chinches oxidadas, los Panteras Negras en el pastiche del videoclip de una estrella pop, una casa derruida otrora mansión expropiada por Fidel Castro. La exigencia de una nostalgia revolucionaria asume su forma únicamente a través de la parodia: sólo cuando se prueba un traje tropical parecido al de los diplomáticos, Argenis experimenta tanto su autoinvención artística como la encarnación caricaturesca del hombre nuevo de la utopía revolucionaria. Una dimensión que atraviesa de manera notable el libro es la de la pintura, artefacto que permite diagramar correspondencias entre el presente dislocado y el pasado mítico que retorna de forma hauntológica para tensionar tramas propias de los discursos coloniales que se vierten desde y sobre el continente. Si el sobrenombre de Argenis en la escuela de arte Altos de Chavón resulta ser “Goya”, no es casual que la imagen de Saturno devorando a su hijo opere como fondo de contraste contra el que se proyecta el relato de este libro y al que retorna reiteradas veces. En primer lugar, en un sentido literal: la relación trunca entre padre e hijo, donde el pasado heroico del progenitor es un ideal inalcanzable y José Alfredo, ex revolucionario dominicano devenido burócrata, mastica a su descendencia a través de un médico que le provee una nueva droga para controlarlo. La pintura opera también como forma de condensación de los múltiples sentidos del libro: casi al final, en el reencuentro con su maestro Céspedes ―viejo pintor víctima de una ceguera―, Argenis es sorprendido por una de sus últimas obras, la reversión del célebre cuadro de Goya que describe “extraído como un tumor del fondo de su memoria”. Si de cerca se percibe como una abstracción, de lejos, al haber sido elaborado por la proyección imaginaria de un no vidente, adquiere la forma de un “balbuceo aguado de la obra maestra de Goya”. La reversión apuesta, nuevamente, a una forma de traducción, profanación o degradación del original, algo así como la operatoria que dispone la novela: frente a un mercado cultural que exige de Latinoamérica la encarnación de una alteridad periférica o de la nostalgia revolucionaria, Indiana devuelve una literatura de la ambigüedad, la refracción o la imitación desfigurada.
Rita Indiana, Hecho en Saturno, Banda Propia, 2020, 184 págs.
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