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La trilogía de Agota Kristof no es como la mayoría de las trilogías. Su efectividad no corre por cuenta de la acumulación vertical ni de la exploración de un tema desde ángulos contrapuestos, sino de una unidad en conflicto permanente. Las tres novelas se tensan, se desdicen, se saquean entre ellas. Conviven bajo la tutela de una electricidad que en cualquier momento puede hacerlas estallar.
Hasta tal punto se elevan y se dinamitan la una a la otra que el lector curioso está obligado a preguntarse por la publicación originaria. ¿Qué habría pasado si se hubiera topado antes con las ediciones individuales de El gran cuaderno (1986), La prueba (1988) y La tercera mentira (1992)? Más allá de las intenciones de su autora —acá ya es irrelevante si diseñó la trilogía de antemano o si dio con ella mientras escribía—, es lícito sospechar que la lectura independiente de cualquiera de los libros, especialmente del primero, habría provocado una impresión muy diferente de la que incita su conjunto. La obra de Kristof no forma una novela ni está integrada sólo por tres, sino que hay en ella al menos cuatro novelas que operan de manera escindida y producen resonancias de variado alcance.
El gran cuaderno inaugura la anécdota. Dos hermanos son abandonados por su madre en la casa de la abuela mientras la Segunda Guerra Mundial estira su sombra por toda Europa. La voz es dual. Claus y Lucas narran como si fueran hemisferios móviles de un mismo cerebro, y en cierto modo lo son. No pueden estar separados el uno del otro —la distancia los empuja al síncope— y todo lo que cuentan está desquiciado por una atmósfera que conjuga picaresca y grotesco. Los hermanos son fuertes e increíblemente astutos para su edad. Engañan y vencen a sus rivales a partir de un uso casi filosófico de la violencia y la mentira. El contexto ayuda: la muerte arrecia, el mundo exterior se fragmenta en mil pedazos, los sobrevivientes pasan hambre. Tan frías como empáticas, las bribonadas de Claus y Lucas terminan convirtiéndose en la única respuesta posible a tamaña desolación.
Las escenas aberrantes, a menudo cargadas de una sexualidad sin brida moral —eso lo pone cada lector a partir de su propio código—, se fijan en la memoria gracias a un tono que Kristof pergeñó a conciencia. Dicho con liviandad, la autora húngara hizo un Beckett: cambió su lengua natal por el francés que aprendió como refugiada en Suiza, tras años de trabajar en una fábrica de relojes, y perfeccionó así una escritura recia, potente en su desnudez y ritmada por una sencillez engañosa y un pulso bimembre que la traducción a cuatro manos de Ana Herrera y Roser Berdagué reverencian como un mandato.
La prueba y La tercera mentira —ni uno ni otro título son decorativos— relajan un tanto el estilo y permiten que la metaliteratura entre reptando y disloque la osamenta que sostiene la trilogía entera. A veces narra Claus y a veces Lucas, nunca queda del todo claro quién, y sin embargo la peripecia parece acercarse a un verosímil más o menos sólido. Hay noches en bares, descripciones del estado de cosas, apariciones de soldados, existencialismo sin discurso, triángulos nada amorosos, escritores y falsos escritores. Otro mérito de Kristof: sus novelas simulan consistencia mientras su núcleo de sentido se hincha de abstracción.
Incluso se puede dudar de las alegorías que la novela nos arroja en la cara. La humanidad partida por las atrocidades del siglo XX, el correlato con la división ideológica entre Oriente y Occidente, la irrupción de la posmodernidad y el comienzo del fin de los grandes relatos son claves que huelen a insuficiencia. Claus y Lucas es a la lectura lo que un espejismo a un hombre extraviado. Algo que espera siempre un poco más allá, que empieza a disolverse, que ya no está ahí.
Agota Kristof, Claus y Lucas, traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué, Libros del Asteroide, 2019, 472 págs.
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