Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Acaso como efecto imprevisto de un origen escindido, Al Alvarez trajinó una existencia bicéfala. Haber nacido en una familia de origen judío sefardí asentada varias generaciones atrás en Inglaterra, y cuyas ramas paterna y materna abogaban, a su vez, una por el goce material y otra por el respeto ilustrado, parece haber signado un irremediable hálito de ajenidad y, como contrapartida, el deseo de conciliar mundos; en particular, los de la vida y el arte. Si hay alguien que sabe de las diferencias entre ambos, ese es el autor de El dios salvaje, que más sabe, además, de sus vasos comunicantes. Porque, claro, mundo sólo hay uno, por más empeño que pongamos en dividirlo. Basta con leer ¿Cómo fue que todo salió bien?, su autobiografía publicada en 1999 y ahora traducida por Juan Nadalini para Entropía.
El pliegue autobiográfico, que implica mostrar lo íntimo sin revelar el artificio, posee en Alvarez el encanto del relato. La historia familiar adquiere, así, visos de novela decimonónica. Su madre, una mujer cándida, despistada y temerosa, y su padre, un melómano apocado cuya vida “transcurría en otra parte”, fueron dos figuras desdibujas por el peso aplastante de sus propios progenitores y que poco podían cobijar a su único hijo varón. A pesar de haber nacido con lo que en principio parecía un tumor cancerígeno ubicado en el tobillo izquierdo, el cuidado y la ternura los recibía de su niñera. Esos primeros momentos de desvalimiento y superación obraron a favor de cierto gusto por la independencia y la sed de adrenalina que marcarían su trayecto vital. Un trayecto que la guerra vino a trastocar, aunque con rumbo favorable porque, en raudas salidas clandestinas durante los atronadores relámpagos de bombardeos nocturnos, logró aunar el peligro y la belleza. Su encendida defensa, años más tarde, de la nueva camada de poetas ingleses puede leerse como un corolario extraviado de dicha conjunción.
En cierto modo, su aproximación a la lectura rigurosa de la poesía ―que luego formularía en términos de “un estado de atento desapego”― supuso altas dosis de atrevimiento en un contexto académico que ensalzaba su inasible misterio oracular o el flanco político. Su célebre antología que dio mayor circulación a los nombres, entre otros, de Sylvia Plath y Ted Hughes, así como el intento de fundar los cimientos de una nueva crítica literaria, le valieron a Alvarez algo más que un ceño fruncido. El escritor de En el estanque siempre hizo gala de una curiosidad insaciable que no se avenía del todo con la pilcha de catedrático pavoneándose con un ejemplar del Ulises bajo el brazo. La escritura fue el salvoconducto que le posibilitó salir de sí para volver multiplicado. Allí conviven el amor por Eliot y el alto modernismo, un turbulento noviazgo calcado de una novela de D.H. Lawrence, y luminosas páginas sobre Auden y Larkin. También están los entrañables y desgarradores encuentros en sendos neuropsiquiátricos con Pound y su cohorte de acólitos lobotomizados, y con Robert Lowell perorando sobre El paraíso perdido de Milton y sobre Hitler. Son momentos donde el autor tiene la cortesía de no interponerse, sabedor del grano de vida que respiran.
Cada traje que Alvarez se prueba le sienta bien. Puede escribir con igual ductilidad sobre el divorcio, el suicidio, la escalada, sobre una plataforma petrolífera, el póker o los chapuzones en un estanque helado; el tema es circunstancial como inmanente el vigor que rezuma cada página. En uno de sus primeros ensayos, Alvarez sostuvo que es la voz y no el estilo aquello que distingue a un escritor. La suya es elegante, hospitalaria y reflexiva, benévola con el padecimiento ajeno y briosa cuando es necesario; capaz de insuflar vida a cualquier recuerdo, si se parapeta en un yo lo hace para mostrar lo que hay a su alrededor. Una voz ―mérito indudable de una versión tan diáfana como pletórica en matices― que continúa hablando a pesar de su ausencia. Tendiendo, quizá, hilos de plata entre distintos orbes.
Al Alvarez, ¿Cómo fue que todo salió bien?, traducción de Juan Nadalini, Entropía, 2021, 416 págs.
Todos hablan de Jacob. Todos creen saber quién es, qué lo hace más o menos atractivo, cuál será su futuro. Todos y muy especialmente todas. La habitación...
A dos meses de la muerte de su esposo, la narradora de Arboleda decide emprender en soledad el viaje a Italia que habían planeado juntos. A partir...
Lejos de ser una novedad en el escaparate literario, el fluir de la escritura ha sido explotado durante años desde múltiples aristas, sobre todo como técnica. Las...
Send this to friend