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Como en varios aspectos de su vida, Marguerite Duras tuvo con el cine una relación compleja. Signada por el talento, a la hora de llevar sus novelas a la pantalla o de volver de los sets de filmación a la soledad de la escritura, no dudó en romper relaciones con la lógica reductora de la “adaptación”, lo esperado por multitudes o el conformismo de un arte que ya avizoraba su final. No exageramos si decimos que, frente a cada proyecto, decidió simplemente pensar todo de nuevo. En realidad, lo que Duras buscó fue tramar de otro modo las relaciones entre voz y diálogo, texto e imagen hasta llegar a límites insospechados del extrañamiento. Imbuida de una manera a la vez distante y atenta a las modas teóricas de su época, supo como nadie ser moderna y anacrónica, opaca y transparente, bella y perturbadora.
Duras por Duras reúne tal vez un aspecto único y secreto de la autora de El amante. Reconocidas son sus entrevistas y participaciones en la televisión francesa. Un tanto más secretas son sus acciones de acompañamiento a sus films. Duras no sólo adaptó a su manera el pasaje entre una y otra región narrativa, sino que también promocionó, publicitó y pensó sus películas por medio de pequeñas intervenciones escritas que no deben dejarse pasar como si en ellas nada se resolviera más allá de la utilidad que cumplieran en su momento. Como Godard, o como Agnès Varda, se inscribe en la extinta raza de la “tradición del dossier de prensa” a la que “el estilo subjetivo de su escritura” definitivamente descentró. Acaso porque publicitar era mostrar un detrás de escena en el que, entre la escritura privada y la palabra pública, Duras no dudaba en practicar una superposición. Cartas a amigos, diálogos anotados con ínfimos señalamientos, notas que parecen escritas en las jornadas de grabación, fragmentos de entrevistas donde se permite elogiar a ciertos actores y actrices para los cuales pensaba en imágenes, conforman un material que gravita alrededor de esa pasión que se impuso a regañadientes entre 1966, con la filmación de La música, y 1985, cuando concluyó Los niños.
A las imágenes contorneadas por la oscuridad, a los parlamentos dislocados, a las acciones desterradas del cuerpo, al desastre de intentar decir y mostrar para finalmente triunfar en el fracaso, Duras parece acompañarlos con la convicción de que aun en el desierto mismo de la representación la belleza es posible tal vez bajo la forma de un estoicismo reflexivo. En una entrevista que acompaña la presentación de La música, su sinceramiento es ejemplar: “¿Por qué hago films? Porque tengo ganas de ver y de escuchar afuera lo que veía y escuchaba adentro”. A riesgo de pasar de una atmósfera por demás controlada —la soledad de su casa en Neauphle-le-Château, donde todo el entorno acompañaba el silencio de la escritura—, Duras decide dar un paso más allá y perderse en ese afuera para responder a algo que la inquietaba: “A fuerza de escribir guiones, tuve ganas de estar en una filmación detrás de la cámara. La música me pareció que era un film bueno para un comienzo. Plantea un interesante problema de dirección: mostrar a dos personas ‘encerradas’ en la pantalla y que se hablan durante una hora…”.
Durante la presentación de Los niños, una periodista la acecha con preguntas: “—¿De qué quiere hablar? —De Los niños. —No anda muy bien. Fue un mal estreno”. En la sinopsis leemos: “Ya no vale la pena que hagamos el cine del cine. Ya no creemos en nada. Creemos. Alegría: creemos: más nada”.
Marguerite Duras, Duras por Duras. Escritos y entrevistas, edición de François Bovier y Serge Margel, traducción de Silvio Mattoni, El Cuenco de Plata, 2023, 352 págs.
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