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Al taimado ardid de colar una enciclopedia apócrifa en los compartimentos estancos de la realidad le seguía, en el célebre cuento de Borges, una insidiosa perturbación que llevaba a cuestionar las categorías del conocimiento acumulado hasta entonces y, en igual medida, las prerrogativas que sostienen el tambaleante universo. Menos idealista y más inglesa que el autor de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Eley Williams recurre al mismo tópico, pero se desvía en que su amor por las palabras intenta rozar algo más que el pensamiento. El diccionario del mentiroso, su primera novela, alterna dos historias, dos planos temporales separados por más de un siglo y unidos por un mismo espacio.
Anclada en la época actual, Mallory narra en primera persona su vida de becaria en una antigua institución victoriana venida a menos. Su jefe, David Swansby, último eslabón de una estirpe de editores a cargo del Diccionario enciclopédico de Swansby —un fastuoso proyecto inconcluso que en su momento llegó a congregar a cien lexicógrafos con el anhelo de registrar (o fijar) la lengua inglesa— planea actualizar y digitalizar los nueve volúmenes de este libresco elefante blanco y así honrar el legado iniciado por su bisabuelo en 1850. El inconveniente radica en que el diccionario está repleto de entradas falsas, palabras inventadas de modo tal que minan su eficacia como objeto de consulta. Si bien toda palabra porta el germen de su invención, así como cierto consenso respecto a su uso, y aunque muchos diccionarios incluyen tales palabras —que reciben el nombre de mountweazels y tienen el fin de proteger los derechos de autor—, en este caso se trata de palabras que alguien infiltró de manera subrepticia y vaya a saberse debido a qué espurios motivos. Mallory, la única empleada, tiene la tarea de rastrearlas, además de atender las amenazas telefónicas de un pirómano con voz de dibujo animado.
Peter Winceworth, el protagonista de la otra historia, es un gris lexicógrafo que trabaja en el mismo edificio que Mallory, pero en el siglo XIX, es decir, en los albores de la empresa Swansby. Este apocado, cohibido amante de las palabras ha “ideado, fingido y perfeccionado un falso defecto del habla”. No es la única broma de la novela el hecho de que quien padece un ceceo (así sea imaginario) tenga a su cargo las entradas del diccionario correspondientes a la letra “S”. Su atribulada existencia —menospreciada por compañeros y con un amor no del todo correspondido— encuentra una válvula de escape en la invención de palabras que alumbran matices de sentimientos hasta entonces innominados y que luego infiltra en el diccionario a la manera de un mensaje encriptado para una improbable posteridad. Son las entradas ficticias que un siglo más tarde intentará rastrear Mallory y que inocularán la incertidumbre sobre el sentido del lenguaje. De una historia a otra resuenan ecos, leves correspondencias, aunque la novela, organizada ella misma como un diccionario, destaca sobre todo por sus comparaciones ingeniosas, por las escenas de tono cómico y por la gracia chispeante de juegos de palabras, onomatopeyas y neologismos que deben haber calibrado la paciencia y el disfrute del traductor. Es que las palabras, parece decir Williams, siempre pueden aspirar a decir algo más. Sólo hay que saber lustrarlas.
Eley Williams, El diccionario del mentiroso, traducción de Mariano Peyrou, Sexto Piso, 2021, 274 págs.
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