Frente al cliché de que la infancia es un lugar, Robert Aickman contrapuso una niñez tan prematura que todas las posibilidades caben dentro de ella. El modelo es, para sorpresa de nadie, un esquema que va tomando la forma que dicta un azar dirigido, oxímoron sin contradicción interna que empuja las anécdotas, deformando algunas y purificando otras, mientras dura el viaje de Elena.
O deberíamos decir: “los viajes”. Lo que presenta la novela es el iniciático, el prototipo del que la iteración después se irá alejando, el único viaje que vale la pena contar. No hay evidencia de los otros, pero se intuyen. Como Cándido, como Arthur Gordon Pym, Elena es uno de esos personajes que, aun cuando vuelven, siempre están avanzando. Las cosas les pasan y ellos cambian con las cosas. Desde el momento en que la pequeña rusa recibe el libro que instalará en ella la necesidad de convertirse en bailarina, pasando por el armado del teatro en miniatura que presagiará su arribo al escenario, hasta la aventura que la conducirá a la ópera de Smorevsk, la peripecia la obligará a saltar de un encuentro extraño a otro, a tal punto que lector se ganará el derecho de cuestionar la textura del relato. Puede que lo que tenga enfrente sea una comedia acelerada, un disparate sin asomo de conciencia o el disfraz de uno que encubre dramas inexpresables de otro modo.
El hogar de Elena está integrado por un manojo de biografías agobiadas: una madre enferma que desea un sufrimiento acorde para su hija, un padre sin límites morales a la hora de repartir el volumen de su insolvencia, una nodriza susceptible, unas amigas apenas delineadas y un festejante mayor de edad. La carga simbólica se encorva detrás de ciertos objetos —un ananá con sus púas, un vestido rojo—, pero así y todo ninguna clave reúne suficiente masa crítica para predominar.
La prosa trajina la ingravidez del sueño: “Elena saltó en pie y se puso a estudiar su reflejo. ¿Era la misma persona, en especial con ese vestido extraño que había diseñado y cosido y sin embargo no había diseñado ni cosido?”. Que el país de las maravillas de Aickman —a la sazón zarista, lo que sustenta también el comentario político— se complete con mecenas antropófagas, revolucionarios itinerantes, heroínas travestidas, monos sicarios y otras criaturas refuerza la anomalía que lo mantiene todo junto. Obra póstuma de un autor célebre por sus cuentos terroríficos, admirada por un tótem del fantasy posmoderno como Gene Wolfe, El modelo dilata el mapa del género para incluir aquellas zonas ambiguas que se resisten a la literalidad y al resumen.
Robert Aickman, El modelo, traducción de Marcelo Cohen, Adriana Hidalgo, 2023, 128 págs.
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