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La lectura de la obra de Pascal Quignard supone no tanto ingresar en un orbe ajeno, en un territorio inexplorado, como aguardar en el umbral, en la frontera del sueño, en la inminencia de la duermevela. Supone dejarse subyugar y también perderse, errar por los recodos de una cadencia febril y hacer jirones el pensamiento. El acto de pensar, para el autor galo, lejos de afincar una personalidad, implica desmigajarla. De ahí la prosa encabritada, el galope brioso de las enumeraciones, el remanso lírico, la reflexión deshilachada y por momentos tersa. Sin ir más lejos, El niño de Ingolstadt, décimo volumen de esa gran crítica de la razón que es Último Reino, apuesta por una voluble apología de la ensoñación, más precisamente, de “todo lo que es falso en el arte y el sueño”.
Afín al Freud que hizo del pensamiento el sucedáneo del deseo alucinatorio, Quignard sostiene que el doble fondo de la actividad psíquica es inmanente al sueño y que sólo el arte, al ser fiel a esta falsedad, puede rozar lo verdadero. El artista, como el salmón, remonta la corriente en busca de un origen inefable, el supuesto estado anterior al baño del lenguaje. En ese tanteo Quignard invoca los nombres de Plinio el Viejo, Ovidio, Petrarca, Miguel Ángel, Confucio, San Eliseo, Colette y la obra y la amistad de Jean Rustin, pintor de figuras de carne grávida y tonos lívidos. Claro que hay lugar para pinturas rupestres y naturalezas muertas, porque hay imágenes que insisten antes de poder nombrarlas. El apetito omnívoro de Quignard lo lleva a trabajar con los restos del banquete, con anécdotas y pensadores olvidados, con todo aquello que el discurso repudia o la consciencia omite y que en cierta ocasión bautizó con el término de sordidísimos, verdadero quehacer del arte.
En Los desarzonados (2013), Quignard aludía a la pasión de Marco Aurelio por las peonzas, que sólo avanzan al girar sobre su eje. En esa tónica, aquí también retoma sus temas habituales —la escena sexual originaria, la división que la lengua impone al hablante, la búsqueda de silencio, la soledad, el abandono— en un desarreglo fragmentario que renueva constantemente el ángulo de mirada y no se aquieta en ningún género. Y aunque arriesga el ambiguo “súbitas lecciones de tinieblas, réquiems ateos”, también señala que “lo ‘sin dirección’ es alegría del arte” y que en cuanto “hay un sistema, hay un intruso”. Así, terco como el infante del cuento de los hermanos Grimm que da título al libro, pero oblicuo y más ininteligible, Quignard avanza como si circunvalara un agujero, y ante la imposibilidad de nombrar, de perseguir la sombra de las palabras, toma su raíz y desbroza su etimología, menos para exponer un saber que para devolverles su significado primario.
Si en La barca silenciosa (2011) admitía que el único motivo por el que escribe es “para no vivir muerto”, aquí, en este décimo volumen que tiene a Silvio Mattoni como intérprete privilegiado, confiesa que “Hubiera deseado recibir del sindicato de la soledad […] un diploma de abandono”. Ese recogimiento tan personal, esa intimidad sin embargo hospitalaria que poseen los libros de Quignard suscita en el lector una imagen, la de la escena de su escritura. El hombre encorvado sobre un escritorio con una pálida lumbre en la casi ubicua oscuridad. Porque ahora sabemos que, como dijo el poeta, y Quignard refrenda, sólo sirven las lámparas que congregan a las sombras.
Pascal Quignard, El niño de Ingolstadt. Último Reino X, traducción de Silvio Mattoni, El Cuenco de Plata, 2022, 256 págs.
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