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La puesta en escena es austera: sobre la tarima hay una silla y unos zapatos de taco alto. La escenografía es lo único mesurado en este unipersonal que interpreta Marian Moretti. El resto, desde que ella se sube a los zapatos, es una explosión de sentidos.
El personaje no tiene nombre y el destinatario del descargo que vemos desplegarse recibe el título impersonal de: “señor ministro”. Un estereotipo de funcionario, alguien que, por defecto, debe cuidar las apariencias. A medida que la obra avanza el no-nombre de esta mujer se intuye como una elección consciente del autor: ella, podemos pensar, es todas. En su voz se escucha la de tantas otras femineidades trans que han padecido y padecen el abandono, el abuso, el engaño y la invisibilización.
El “señor ministro” es también uno de tantos que no se anima, otro “temeroso de su sentir”.
La protagonista ha sido su asesora en el pasado, “pulió” su imagen y trabajó afanosamente para que logre destacarse y llegue a ser un político exitoso. Entre tanto, tuvieron una relación amorosa, pero hace meses que él no la visita. El motivo de su ausencia es el de haber llegado a un lugar de exposición y visibilidad tal que la ambición le exige destinar a las sombras todo aquello que pueda perjudicarlo. Ella acepta resignada porque el vacío descorrió el velo de la ilusión, esa que alimentaba la idea de que quizás este hombre fuese distinto. Herida, desarma con lucidez la historia que compartieron.
Sostener el anonimato del vínculo, que la protagonista hable desde la oscuridad a la que pretenden confinarla, es un recurso efectivo para poder dar cuenta de un modo de relacionarse gastado, sufrido, pero aún vigente. Un modo en el que una de las partes, que no es sólo el “señor ministro” sino la sociedad entera, queda en evidencia. La hipocresía y la intolerancia están en el aire y esa forma de habitar el mundo, lo sabemos, es usina de un sinfín de miserias.
Esta obra aborda la transfobia, sí. Pero, ¿cómo lo hace? He aquí lo maravilloso de la apuesta. Lejos, bien lejos de encorsetarse en el lugar de la víctima, la interpretación desborda de elegancia, elocuencia y sofisticación.
Ella reconoce el daño, cómo no hacerlo. Pero desde la altura que le dan los tacos y con la certeza de haber obrado de acuerdo con el “deseo inefable” que persigue, el personaje trasciende la fórmula víctima-victimario. No ahorra detalles del dolor que provoca el rechazo, pero lo describe con un lenguaje barroco, casi telenovelesco. Entre el sufrimiento y la necesidad de compartirlo, aparecen palabras, modos de decir, que protegen: “Soy una tierra fértil, llena de frutos”, declama. Metáfora mediante, resalta lo que el otro no reconoce: el potencial que la identidad que la define trae consigo.
Así, el sentimiento se expresa impostado, como en las novelas de Manuel Puig, el lenguaje es un arma delicada, un refugio ante la hostilidad abrumadora del mundo. Una máscara.
En Arderá, la forma en que el dolor se manifiesta da vuelta la relación de poder. Se pone en cuestión quién es más débil y el “señor ministro” pierde, a todas luces, la contienda imaginaria que presenciamos. Él no está allí, no lo vemos. Sabemos de él por el relato de ella. Se subvierte la voz cantante, es la protagonista quien condena la tibieza y la cobardía del hombre que amó. “La verdad no puede hacernos más daño que la mentira”, afirma y esa sentencia es una clara invitación a repensarnos.
La relación de poder se desequilibra, decía, porque somos espectadores de una obra en la que una actriz trans nos hace partícipes de una verdad que necesita abrirse paso. Es ella la que concentra las luces de escena en su figura, en su distinción y en su lengua disidente. Es ella quien asegura que “el odio y la ira son el combustible de quien arderá”. El futuro es simple, el fuego será para aquellos que no estén a la altura.
Alejandro Schiappacasse, Arderá, El Portón de Sánchez, Buenos Aires, hasta el 30 de julio de 2022.
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