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Pocas personas se atreverían a presentarse a sí mismas como una intelectual, a esta altura de los acontecimientos, sin que la ironía sobrevolara la escena. Beatriz Sarlo era una de ellas. Nos tenía acostumbrados a gestos así. Firme, por no decir terca en sus convicciones, abrazó la modernidad estética y política hasta el final, sin ablandarse, ni siquiera al escribir sus recuerdos: “Ninguna idea de intangibilidad de la memoria. Ningún sentimentalismo cheap. Atención al peligro de las efusiones subjetivas y la nostalgia nebulosa. Todo es duro y nítido”. Así empieza su último libro. Y así termina: “No hay tiempo para que el pasado ensucie o enturbie el presente. El pasado como mancha: alejarse de él, llegar al punto de no retorno. La muerte. Pero antes hay un deseo que es imposible no cumplir. Entonces, sigo escribiendo”. La que escribe, la que sigue escribiendo, es una intelectual, habrá llegado a serlo, por prepotencia de trabajo. No entender es una épica de la voluntad. Cuando es apenas una niña, lee en el diario El Mundo un titular en el que aparece la palabra, no logra captar el significado, pero algo en ella la atrae y le marca un camino: eso será. “Alcanzaría esa condición por mis esfuerzos, no simplemente por mis cualidades”. Ser culta y saber escribir no definen a una intelectual, pero son condiciones necesarias, así que pone manos a la obra, desoyendo las burlas de su entorno. “No te hagas la moderna”, “no te hagas la intelectual”, “no te hagas la diferente”, repiten los adultos, en un intento inútil por “bajarle el copete” a esa niña escuálida, “escuchimizada”, pero segura de sí hasta la soberbia. Quienes la amonestan de ese modo, remarcan en el hacerse un fingimiento: “hacerse la inteligente” es no serlo, y por eso sería condenable, en la medida en que intenta torcer, a fuerza de artilugios, la naturaleza como destino. Pero la niña Sarlo hace suya otra dimensión del verbo, la del diseño de sí misma. Es cierto, contesta Sarlo, los modernos “se hacen”, “porque las rupturas no son un simple impulso del instinto”, sino el cumplimiento disciplinado de un programa autoimpuesto.
En el origen de la desobediencia hacia los mandatos de la familia, de la clase, de la época, está el deseo, siempre un poco sobreactuado, provocador, tilingo, de hacerlo. Se manifiesta ahí una pulsión que parecería constituir el núcleo básico de la actitud crítica: no complacer, llevar la contra: “Mis objetos eróticos eran oposicionales”. La crítica, según una precisa fórmula de Foucault, es “el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva”, ese movimiento de desujeción que dice “conmigo no”. Si le regalan muñecas, quedan tiradas al pie de la cama, mientras se sumerge en los idiomas y los libros. Ese mismo impulso la lleva a dejar la casa materna con sólo diecisiete años. “La niña —dice de sí misma en tercera persona— se portaba como si se sintiera legitimada por un poder que provenía de ella y no de los adultos ni de las reglas. Ensayaba la autonomía”. La preocupación por la soberanía es una constante que atraviesa estas memorias. No depender de nada ni de nadie, ser libre, no tener que rendir cuentas, en un sentido literal, casi pueril: “nadie, nunca, me dio la extensión de una tarjeta de crédito. Eso define mi independencia y también mi falta de compromisos”. Uno estaría tentado de decirle que todo es más complejo y enrevesado, pero Sarlo insiste en el gesto fuerte que supone simplificar las cosas para volverlas nítidas. Hay algo que impulsa a avanzar, sin importar lo que cueste. Si hubiese sido cirujana, habría sido de las que, para asegurarse de haber “sacado todo”, recortan una buena porción de tejido sano. Lo que está en juego es una metodología de lectura: cómo leer las cosas, los textos, los acontecimientos. Algo en ese reduccionismo, que todo lo vuelve “duro y nítido”, resulta altamente productivo, pero el costo, los matices que se pierden, es alto.
Con el mismo gesto fuerte, expeditivo, Sarlo decide dejar de lado en este libro zonas significativas de su vida. Son silencios elocuentes, que llaman la atención a cualquier lector mínimamente familiarizado con su trayectoria y que, por supuesto, dicen tanto o más que lo que se cuenta. “Nada de mi vida política ha pasado a este libro”, esa es la primera exclusión; ya ha hablado demasiado del asunto, prefiere no volver sobre el tema. Más allá de la decepción para quienes esperábamos alguna reflexión postrera de quien hizo de sus intervenciones públicas, desde su paso por el programa 6, 7, 8 hasta su “me autocritico fuertemente”, su cara más visible y controvertida, hay un gesto que se repite: correrse de los caminos previsibles, no ir por donde todos esperarían. “Hubiera sido bastante sencillo ser una intelectual que adhiriera al kirchnerismo”, en cambio eligió convertirse “en la distinguida y odiada opositora”. Del mismo modo, podríamos decir, hubiera sido bastante sencillo escribir sus memorias dándole primacía a la política, por eso eligió no hacerlo.
“En este libro tampoco entra el feminismo” es la segunda exclusión fuerte y declarada, aunque diferente, porque en realidad el feminismo como bandera no fue nunca un significante importante para ella (como sí por ejemplo para la chilena Nelly Richard, con quien muchas veces se ha trazado un paralelismo). En este punto, Sarlo responde a quienes han señalado lo llamativa que resulta, en su trayectoria intelectual y en la de Punto de Vista, la ausencia de referencias explícitas a los debates vinculados al movimiento feminista, aunque al mismo tiempo resulte evidente que Sarlo misma encarna, en acto, un momento destacado dentro de las luchas contra las desigualdades de género en la Argentina. Su respuesta es tajante: la igualdad no fue para ella un objetivo a alcanzar, una meta, sino un postulado de base, un axioma, la dio por sentada y actuó en consecuencia, incluso chocando con la dura realidad, como puede verse en algunas experiencias que relata y que podrían haber resultado traumáticas, pero a las que ella no dio mayor relevancia. Su feminismo, afirma, era “instintivo, poco refinado, ignorante, brutalista”: no casarse, no formar una familia, no tener hijos. “Desde el final de la adolescencia, cuando abandoné la casa familiar, me consideré en igualdad absoluta con los hombres, aunque percibiera que esa igualdad podía no ser reconocida. Era algo que no se demostraba con ideas sino con una práctica”. “Ser mujer no me colocaba en posición de desequilibrio frente a los hombres. No percibía gestos de autoritarismo masculino, sencillamente porque no creía posible que se ejerciera ningún autoritarismo sobre mi persona, después de haberme liberado de la familia, la religión, la moral inculcada y los mandatos. El feminismo no fue mi tema, sencillamente porque no me sentía subordinada por mi sexo”. Esta posición explica que, en 2019, en un debate público en torno al lenguaje inclusivo en la Feria de Editores, recogido luego en libro, se haya manifestado en contra de esta práctica, ya que le molestaba su imposición: “Cualquiera que intente imponerme un uso lingüístico perdió”. Resulta llamativo: Sarlo insiste en que el gusto, la apreciación estética, no son “naturales”, sino siempre el resultado de un trabajoso proceso de formación; sin embargo, en el rechazo a cualquier imposición, se define como una “opositora espontánea” y revaloriza lo intuitivo: “una intuición: negar me ponía del lado de los rebeldes, que siempre eran mejores que los sumisos”.
La tercera exclusión, tal vez la más notable, a diferencia de las anteriores, no es explícita, pero cualquiera que haya conocido a Sarlo, en primer lugar, como la destacada especialista en estudios literarios, titular de la cátedra de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires, no puede dejar de sorprenderse por el lugar no ya mínimo, sino directamente nulo que tiene, en este libro, su desempeño académico. Como si dijese: justo cuando estaba iniciando un recorrido previsible en la investigación literaria, el golpe del 66 me alejó de la universidad durante diecisiete años; me formé en el debate público y el trabajo editorial, ese fue mi ámbito; en el 83 volví a la UBA y di clases ahí durante años, sí, pero, en el fondo, eso no tuvo tanta importancia. Un gesto provocativo, incómodo, para quienes siguen una carrera académica y toman a Sarlo, y a otras figuras intelectuales de su generación, como referentes. Impresiona, pero tampoco toma por sorpresa: Sarlo ya había declarado sus distancias en el texto con el que anunciaba el cierre de Punto de Vista en 2008: “Nunca, cuando se recuperó la democracia y entramos a la universidad, me sentí del todo en aguas propias. Las únicas aguas que he navegado, durante treinta años, con la certeza de que son mi espacio natural fueron las de esta revista independiente de la academia, de los subsidios, de las editoriales, de los grandes medios, de la vida normalizada y de sus servidumbres”.
En apariencia sencillas, estas memorias presentan, sin embargo, características singulares. Los primeros dos capítulos siguen las reglas clásicas del género: comienzan por la infancia, continúan con la adolescencia, cuentan anécdotas y detalles íntimos, van perfilando la “autobiografía psíquica” de la autora en sus vínculos con su familia y amigas. Pero entonces aparece un corte inesperado, el tercer capítulo, titulado “No entender”, que interrumpe la narración para presentarnos un ensayo sobre la dimensión constitutiva de la dificultad en la experiencia estética y literaria. A los trece años Sarlo se impone la tarea de leer el Quijote. No entiende nada, pero por eso mismo se siente atraída. “No entender fue mi experiencia primera y definitiva. Comencé no entendiendo y casi enseguida, acepté que ese era el punto de pasaje a todo lo que valía la pena. Convencida de que entender era un trabajo, me acostumbré a que ese trabajo fuera un placer”. “Me atraía la resistencia del sentido, no su apertura. Entender de inmediato llegó a significar, para mí, que lo que se entendía no valía la pena”. Sarlo elabora una teoría de la opacidad estética que se sostiene en las potencias de la voluntad para abrirse camino, desde ese “no entender” primero, hasta un “entender” final, mientras elige dejar relegadas experiencias de otro tenor, como la iluminación inmediata o la incomprensión radical, insalvable.
Estableciendo una simetría, los últimos dos capítulos, dedicados a su vida adulta, retoman el pulso narrativo, pero de un modo diferente, porque esta segunda parte del libro, a diferencia de la primera, es fragmentaria, presenta una serie de perfiles (de Halperin Donghi, David Viñas, Héctor Raurich, Susana Zanetti, Juana Bignozzi, Boris Spivacow), intercalados con reflexiones sobre temas diversos (el jazz, los viajes, sus compañeros de vida). Una explicación para este salto estilístico es que la segunda parte del libro está formada por textos reunidos. Seguramente así haya sido, pero el efecto es beneficioso. Como en la autobiografía de Roland Barthes, uno de sus autores faro, sólo “la juventud del sujeto”, los años previos a la asunción de un destino ligado a la escritura, pueden contarse bajo la ilusión de un continuo; lo que viene después (después de ser marcada por la experiencia crucial del “no entender”) son fragmentos inconexos. “Los pedazos no se pueden juntar”, ya lo dijo en Cicatrices Juan José Saer, otro de sus escritores favoritos.
Sarlo nos enseñó muchas cosas, cuando la entendíamos y también en esos momentos en que “no entendíamos” sus elecciones; era difícil, en el mismo sentido en que la literatura y el arte que valen la pena presentan siempre una dificultad. Los pedazos no se pueden juntar, estas memorias tampoco lo hacen, pero la experiencia de haberlo intentado nos deja, otra vez, marcas de una intensidad imborrable.
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