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La muestra del grupo de Miguel Tomasín, Roberto Conlazo y Alan Courtis es una oportunidad que no debe perderse: es el encuentro y el reencuentro con el fantasma innombrable de la genialidad —siempre desterrado—, que hace de lo inasible un hecho estético y del acto creativo, una condición revolucionaria. Con más de ciento cincuenta ediciones discográficas, su obra está más allá de lo inteligible y lo sensible. Reynols se instala quebrando el sistema de diferencias que supone una estructura dicotómica de lo real; y no es un filósofo postestructuralista, es una banda de noise, la más grande de nuestro país y una de las más importantes de la historia. Ingresar en la galería a recorrer las piezas exhibidas es tomar contacto con esa gigantesca deconstrucción del ser y la nada que es el arte hoy; entonces se produce el milagro flúo. Naranjas, amarillos, verdes y celestes: las imágenes de la banda se despegan de lo real como calcomanías, dejando un pliegue de luz fluorescente. Ahí están las cintas, los discos en blanco, las tapas enmarcadas, el palillo de Tomasín que da vueltas como una bailarina en una mano transparente, un casete partido por la mitad, pegado a un espejo. Sólo es posible escuchar la parte de este lado del espejo, y no sin dificultades. La otra parte del casete la tiene un personaje de Tomasín, un muñeco, una figura humana o más que humana, en el techo, como si buceara en las alturas para explorar otras formas de habitar el lado B de un mundo que no existe.
Reynols es una expresión de esa realidad en espejo, y su obra nos dice una verdad que nos negamos a escuchar: no hay ni un lado ni otro, ya se trate de espejos, discos o casetes; lo que hay es música, material sonoro, creación, silencios, conceptos, y los hay en abundancia. En Mite la presencia de Reynols es el cuidadoso desborde de un río musical y abstracto. No hay nada más rockero que un concepto impensable. Es lo que parecen cantar las Heliopartituras intervenidas con lupa y luz solar: el sol y Reynols trabajando en colaboración. Música que se vuelve fuego mientras se escribe en el pentagrama que se desmaterializa. La muestra gira, o giramos nosotros, y esa vuelta que damos nos transporta. Es un corrimiento al interior de nuestras certezas. Las treinta y una piezas exhibidas nos llevan al laboratorio de ideas de Tomasín, que está en cada detalle y no está en ningún lado al mismo tiempo. Una instalación audiovisual con una rama de antena retoma imágenes de los inicios del grupo. En cada objeto, en cada sombra, asoma el perfil de lo imposible. Las pinturas de Conlazo que fueron tapa de algunos de los discos se mezclan con el gesto natural de una larga cabellera, como la de Alan Courtis, que es, más bien, un montón de cinta de casete que sostiene un CD como si fuera un pesebre acunando el pensamiento último de un cerebro musical.
¿De qué otro modo pensar a Tomasín sino como la figura del rockero en su máxima expresión, ya despojado de toda propiedad, en los límites del paroxismo de lo que no se deja tomar por ningún esquema? Después de Tomasín, el rock solo puede amagar una impostura descarada o una rebeldía nostálgica, en el mejor de los casos. Tomasín llevó al rock al otro lado de su conciencia: por eso nos fascina, haga lo que haga, porque nos dice que estamos hechos de la misma diferencia que nos une y nos separa al tiempo que nos constituye. El rostro de Tomasín se reproduce en las paredes de Mite como si fuera un Elvis noise, una Marilyn cuadriculada, un disco silla, y todo eso potenciado por la voluptuosidad de un sonido que desnuda al oído para abrir portales a nuevas intervenciones, entre lo impensable y la práctica de un vanguardismo inclusivo intacto que, luego de treinta años de recorrer disquerías secretas y dar la vuelta al mundo, nos sigue sumiendo en el éxtasis.
La sinfonía para 10.000 pollos es tan extrema como la película de Hitchcock que se ocupó del mismo problema en clave suspense cinematográfico. Los 10.000 pollos, una idea de Tomasín (esto es obvio, cuando hablamos de Reynols hablamos de ideas y conceptos, siempre de Tomasín, por eso la banda tiene en la escucha su virtud por excelencia: escuchar a Tomasín para desanudar la escucha misma), se pone en obra para trazar un antes y un después en la historia del noise y la experimentación sonora. En Mite está todo, desde la legendaria bandera de la banda hasta una versión original de la tapa de ese disco de culto que es 10.000 Chicken Symphony. Los lentes oscuros de Tomasín nos miran desde un rincón. Reynols es una banda en estado de desmaterialización que cumple tres décadas luego de una gira que incluyó Japón y otros destinos, mostrando eso que Tomasín, Conlazo y Courtis vienen anunciando desde su primer disco: la ruidosa operación del vacío en el arte contemporáneo.
Reynols, Noriso Clus Roleso, Mite Galería, Buenos Aires, 9 de enero – 17 de febrero de 2024.
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