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Con un estallido de color y a gran escala, la fotografía se reinventó en los ochenta, renovó la ambición estética perdida bajo el imperio de la Instamatic y alentó al espectador a detenerse y observarla en grandes cajas luminosas, radiante en las paredes del museo o la galería. Sin desdeñar la pretensión de “analogon perfecto” que la acompaña desde sus comienzos, se resistía ahora a la fijeza de sus límites, y en el campo expandido del arte contemporáneo abría el diálogo con la gran tradición pictórica, la publicidad o el cine. Con un rizo conceptual, jugó con el tiempo, desafió su clásico “esto ha sido” y hasta se dejó habitar por la escultura. Parece imposible sin salir del plano, pero basta pensar en los dioramas, las figuras de museo de cera o los modelos matemáticos de Sugimoto, en la parafernalia del fotógrafo —cámaras, lentes, fotómetros— esculturizada por Christopher Williams, o en las escenas históricas de Thomas Demand, reconstruidas en maquetas sutilmente imperfectas de cartulina, luego fotografiadas y destruidas.
También las diez fotos de Y ya no sé si es hoy, ayer o mañana juegan con el tiempo y la escultura, pero Cecilia Szalkowicz, como era de imaginar, es más austera. Frente a los grandes tableaux fotográficos, sus pequeñas copias en blanco y negro son un remanso, una profesión de fe en la reticencia minimalista y la gama infinita de los grises. “Ahora pasaremos un poco de hambre de technicolor”, sugiere Alberto Goldenstein con una cita de Derek Jarman en la selección de textos que acompaña la muestra, otra conquista del campo expandido.
Un bloque de arcilla va cobrando forma en una serie de siete fotos, como si se documentara un proceso, pero ni siquiera, porque cada escala es una obra efímera, con distintos fondos y distintas luces, que acaba después de que, con las manos todavía sucias de arcilla, la fotógrafa dispare el obturador y vuelva a oficiar de escultora. Se podría conjeturar una cronología, desde el bloque casi intacto hasta un encuentro apenas esbozado entre dos cuerpos, que dejan imaginar un abrazo o un beso. Pero ¿quién dijo que Szalkowicz o el bloque de arcilla querían llegar al beso? La intimidad de la fotógrafa con la arcilla se hace patente en las fotos, como si cada una guardara un diálogo definitivo y secreto entre la tarea de las manos, la materia maleable y la mirada de la cámara.
Pero hay otras tres fotos que se cuelan en el conjunto como si, con un giro de ciento ochenta grados, la misma intimidad se entablara ahora entre la cámara y la fotógrafa que se autorretrata. Sólo que contra la frontalidad flagrante del retrato, lo que el trío de fragmentos del cuerpo vestido enfoca —una rodilla, un codo, una espalda— son apenas fragmentos de un pantalón, una camisa y un saco, y sobre todo los pliegues que las telas leves (¿percal?, ¿algodón?, ¿lino?) dibujan sobre el cuerpo o lo insinúan. Frente al exhibicionismo desembozado de las selfis, el autorretrato esquivo es otro remanso. Y hay todavía otra resta que suma. Si se mira el conjunto por un rato, la paleta de grises renuncia al color como un exceso, una distracción innecesaria, un intruso. Paul Klee creía que el gris era el color más rico, el que hace hablar a los otros. El color de la verdad, tienta decir, en un mundo de colores saturados.
Habría que hablar por fin de la elegancia del conjunto, dispuesto en una sala pequeña junto a un jardín, e incluso del gesto de colgar un fragmento del autorretrato —la espalda— como mirando al jardín sobre una cortina americana. Pero tratándose de una obra de Szalkowicz, sería casi una tautología. Digamos entonces, para no redundar, inteligencia, sutileza y gracia.
Cecilia Szalkowicz, Y ya no sé si es hoy, ayer o mañana, María Casado Home Gallery, Beccar, 19 de mayo – 17 de julio de 2022.
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