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El problema de la mortalidad atraviesa por entero la obra de Guillermo del Toro. Con Pinocho (2022), el director mexicano, autor de una filmografía variada de resultados cuestionables, alcanza una cumbre que prescinde de lo accesorio —por ejemplo, el regodeo en lo friki— que confirma el asunto de fondo de sus películas: la fragilidad de la existencia, el drama de la muerte, en la que ha insistido desde su primer largometraje, Cronos (1993), donde un anticuario tropieza con un artilugio creado por alquimistas que lo coloca en un aprieto: la inmortalidad. La longitud de la vida inquieta a los personajes, monstruos y fantasmas de Del Toro.
A diferencia de obras más intrincadas como El laberinto del fauno (que plantea la disyunción entre la vida y la muerte, cada una de las cuales está referida intrínsecamente a la otra) o más extravagantes —y poco logradas— como La cumbre escarlata y El callejón de las almas perdidas (donde la muerte y los fantasmas son pretextos para manipular emocionalmente al espectador), Pinocho es directa desde el inicio: la creación del muñeco de madera es el intento del carpintero y tallador Gepetto de llenar el vacío dejado por el hijo muerto en un bombazo en una iglesia —la referencia a la actitud antifascista de Mrs. Miniver, el clásico de William Wyler de 1942, es sugerente—. Al igual que el demonio Hellboy y el humanoide anfibio de La forma del agua, con los que se experimenta para prolongar la vida y la fuerza en contextos bélicos, Pinocho tiene dudas sobre su origen.
El muñeco es un remedo, un reemplazo fallido, que poco a poco busca motivos propios para existir, algo parecido a lo que le ocurría al monstruo de Frankenstein cuando comenzaba a tomar conciencia de su identidad. Al adaptar el relato de Carlo Collodi, Del Toro mantiene la crueldad del antagonismo fraterno que revelan los cuentos de hadas: el hermano de carne de Pinocho, el primer hijo de Gepetto, es el canon inalcanzable; uno es mortal y el otro no. Cuando el hada le concede la vida para colmar a su creador, Pinocho se vuelve inmortal; más adelante tendrá que decidir entre mantener esa condición o sacrificarla.
Las uñas maltratadas y percudidas de Gepetto dan cuenta de su trabajo manual, extremidades paternales, creadoras, hacedoras de un muñequito malogrado y feo; Pinocho marca una coherencia inusitada entre la forma y el fondo en la animación y, en general, en el cine del presente: el personaje se teje en su propia tela, tierna, sincera y rústica, sin oropel. Es un acierto del director hacerle frente —¡y utilizar a Netflix como plataforma!— a la hegemonía de Pixar y su estética preciosista, gastada, aburrida y absurda que tanto daño le ha hecho al cine. Del Toro cree que la fealdad no es un defecto sino que simplemente existe.
La fantasía infantil de irse de casa y perderse para reclamar un lugar en la familia motiva las aventuras de Pinocho, que temprano desarrolla una conciencia —que en esta historia es, por supuesto, un grillo— que no le evita ni lo bueno ni lo malo, sino todo lo contrario; incluso aprende a mentir no por malicia, sino para salvar a los demás y a sí mismo. La interpretación que hace Del Toro de Pinocho es devastadora: no es el tiempo el que lo vuelve frágil, el niño de madera ya nació roto, imperfecto desde el origen, las cicatrices de su recorrido lo confirman.
En algún sentido, Pinocho sutura la obra de Del Toro y da cuenta de su idea del drama de la muerte, el sacrificio de una existencia para permitir que otra se mantenga. El melancólico colofón del filme anticipa el futuro piadoso y fecundo tanto del padre como del hijo, así como el inevitable desenlace.
Pinocho (Estados Unidos, 2022), guion y dirección de Guillermo del Toro, adaptación de la novela de Carlo Collodi, 117 minutos.
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