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Quizá tocado por la sospecha de que el adiós estaba ahí nomás, Gabo Ferro (1965-2020) nos dejó un bellísimo testamento artístico. Loca es un álbum diferente, una pieza rara en su indómita discografía. Un cierre notable que invita a imaginar, entre el alborozo y la pena, hacia dónde hubiera podido orientar Gabo su inteligencia y su gusto artísticos tras el desafío de tanguear sin anacronismo, de jugar a ser él en las cancionistas del ayer. Seguramente nos hubiera vuelto a sorprender.
Antes de Loca, Gabo fue un cantautor de gestualidad rockera y derivas cancionísticas urbanas que supo fundar un espacio propio, un poco por fuera de las categorías establecidas. Tenía una manera especial de conmover audiencias, liberándolas de subculturas musicales rígidas. No es que Gabo llegara “a todo el mundo” (esa falacia del gusto universal), pero todo el mundo lo podía escuchar y encontrar en sus canciones algo íntimo que le gustara o conmoviera. No componía canciones con un oyente parcelado en la cabeza, por más que supiera que en sus recitales se respiraban los aires de Puan en modo fin de semana.
Su primer disco, Canciones que un hombre no debería cantar, fue un debut perfecto, de tono juglaresco, formas estróficas clásicas y una predilección por el ritmo del vals que lo acompañaría siempre, acercándolo más a la chanson francesa o los valsecitos criollos que a Johannes Strauss. Aquel primer disco tenía también un aire a María Elena Walsh, sobre todo en “Sobre madera” y “Malas palabras”. Pero la canción que más sonó fue “El amigo de mi padre”, un ritmo de gato sobre el que se sostenía una historia de amor gay. Muchos años después de que Moris grabara “Escúchame entre el ruido”, ya en un marco sociopolítico diferente, Gabo pudo ironizar sobre una situación medianamente naturalizada: “Mi padre era mejor padre / cuando su amigo venía…”.
A lo largo de su poderosa seguidilla de discos —Todo lo sólido se desvanece en el aire, Mañana no debe seguir siendo esto, Amar, temer, partir, La aguja tras la máscara, El lapsus del jinete ciego y Su reflejo es el lobo del hombre—, Gabo fue soltando su voz, explorando el registro, la técnica del falsete y el vibrato para lograr expresividad e intensidad dramática. Un sistema de fonación alerta. Mientras otros cantautores de estilo trovadoresco confiaban en los versos más “dichos” que cantados, Gabo se erigió como un intérprete cautivante en sí mismo, capaz de marcar notas con precisión o elongar sílabas en delicados portamentos. El “buen cantar” fue para él fundamental. Esto le permitió entrar en otros roles cada vez que lo quiso y se lo pidieron. En este sentido, un caso notable fue El astrólogo (un cuadro), un proyecto de teatro musical que, partiendo de la figura del personaje de Roberto Arlt, reunió sobre el Teatro de la Ribera al compositor Abel Gilbert, al director escénico Walter Jakob y al propio Gabo en su doble faceta de cantante y actor.
Por esto mismo, porque sabía cantar, en el tramo final de su vida pudo poner al autor y compositor entre paréntesis para cederle todo el espacio al intérprete. Si, como afirmó filosóficamente Troilo, el tango sabe esperar, a Gabo lo aguardó con un proyecto excepcional, pero, al mismo tiempo, coherente con sus búsquedas cuestionadoras del binarismo sexual.
Loca es un disco de tango. Pero, claro, es un disco de tango de Gabo Ferro. Con el único acompañamiento del guitarrista Edgardo González —un partenaire exquisito, conocedor de los yeites de la guitarra tanguera—, Gabo eligió cantar veintiún temas compuestos y originalmente grabados en las décadas de 1920 y 1930. En el corpus coexisten atemporalmente algunos clásicos del tango canción (“Desencanto”, “Percal”, “Tormenta”, “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, “Besos brujos” y “Del barrio de las latas”) con temas olvidados (“Arrepentido”, “Ventanita florida” y “Dímelo al oído”). En términos rítmicos y formales, no todas las piezas encuadran dentro del tango (“Decí que sí”, “De contramano” y “Remigio” son rancheras), pero recibían cobijo bajo el ancho paraguas de la canción argentina. Al escuchar a los intérpretes de las primeras tres décadas del siglo XX se tiene la impresión de que las posturas ortodoxas vinieron más tarde; de que la del tango de aquel tiempo era una cultura más abierta y receptiva de lo que suele pensarse de ella.
Las fronteras temporales que delimitan el repertorio elegido por Gabo son las que comprendieron el período de auge de las cancionistas, mujeres que se animaron a cantar a la par de Gardel, Corsini y Magaldi. Y ese es el punto clave de Loca: rescatar el universo de las voces femeninas que forjaron un capítulo esencial en la historia de la música popular rioplatense. Voces que interpretaron canciones en su mayoría escritas por varones. Pero, en el acto del canto, ellas se pensaron a sí mismas, se encontraron en esos repertorios y desplegaron estrategias discursivas que las subieron al centro de una escena mediatizada. A través de la instantaneidad de la radiofonía, el convivio del teatro y el misterio del gramófono, las cancionistas hicieron que el tango canción evolucionara más allá de “Mi noche triste”. A menudo, en los teatros, debieron vestirse de compadrito (la Maizani casi lo era) para darle verosimilitud a las letras, pero acaso también para conectar con el imaginario del cabaret alemán que los teatristas conocían bastante bien.
Ellas modularon de desertoras del barrio tras las luces del centro a víctimas del abandono, y del tópico de la infelicidad del varón desamado, a sujetos deseantes. Al adueñarse de canciones ajenas —el sortilegio de la interpretación, esa instancia de disputa autoral—, las cancionistas dijeron lo suyo en una cultura musical fundada por varones. Rosita Quiroga, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Ada Falcón, Tita Merello, Libertad Lamarque y Tania: cada una salió a cantar con un estilo y una presencia particulares.
“Ellas empezaron cantando en masculino pero sus voces eran femeninas”, explicaba Gabo en los días de presentación del material en vivo, en el espectáculo del Torcuato Tasso. El plan de revisitar aquel mundo femenino/masculino haciendo foco en las ambigüedades de género en el marco de una sociedad patriarcal es de una gran originalidad. Salvo leves modificaciones —por caso, en “Ventanita florida”, de Delfino y Amadori, Gabo adopta una primera persona femenina, allí donde había una tercera—, las versiones son fieles a los “originales” (entiéndase aquí no tanto la partitura como las grabaciones canónicas de cada tango). Gabo las interpreta sin manierismos ni imitaciones. Cuando canta “Del barrio de las latas” no está clonando a Tita Merello; no se pone en la piel de Ada Falcón cuando interpreta “No mientas”. Se sitúa, en cambio, al lado de ellas para entenderlas y cantarlas. En ese universo fantasmal de letras y músicas de una antigua Buenos Aires, Gabo ilumina las historias inadvertidas por el relato dominante.
¿Dónde ubicar Loca en la saga del cantautor contemporáneo? Sin duda se trata de un desafío impar para alguien que no se formó en la expresión del tango. Sin embargo, más como inspiración que como inventario, en la voz de este hijo de una familia obrera de Mataderos siempre retumbaron ecos de otras voces, las que seguramente había escuchado con la pasión que lo guio a lo largo de su vida. Las del primer rock argentino. Las de Favio y Ginamaría Hidalgo. Las de Yupanqui y Cafrune. Las de Raphael y Paco Ibáñez. Las de Chavela Vargas y Rufus Wainwright. En las reseñas del futuro habrá que anotar también las voces y los repertorios de aquellas locas de los años veinte y treinta que le hicieron un lugar a la mujer en el territorio del tango. En ese sentido, como ejercicio de memoria, Loca también supone un acto reparador. Como dice la letra de Antonio Viérgol que le da título al álbum: “Yo, que no he pertenecido / al ambiente en el que ahora estoy / he de olvidar lo que he sido / y he de olvidar lo que soy”.
A lo largo de sus 54 años de vida, Gabo se alejó de la idea de que debe cantarse dentro de un estilo popular determinado, como quien debe fidelidad eterna a una familia de sangre. Su transgresión —si es que vale este término; no era un provocador en el sentido punk del término— se extendió también a la cuestión de género. “Es una cuestión central en mis canciones”, le contó a Mariano del Mazo en una entrevista en Radar, a propósito de la salida de El lapsus del jinete ciego. “No hay modelo. Así es el mundo, así es el sujeto contemporáneo. El sujeto ya no se define por lo masculino o lo femenino. Intento incluir en el mundo a ese sujeto”. Haber llevado ese planteo al campo de la interpretación del tango fue su última proeza.
Gabo Ferro, Loca, con Edgardo González en guitarra, edición independiente, 2023. El álbum también incluye Loca / Lado V —extracto sonoro del concierto en el Torquato Tasso— y un libro que recupera las letras de los tangos que integran el disco, revisadas y supervisadas en su momento por Ferro, junto con dos entrevistas realizadas en 2018, más las palabras del guitarrista Edgardo González.
Imagen: fotografía de Alejandra López.
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