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Los títulos de algunos de sus libros de ensayo podrían definirlo por extensión: Marxismo y forma (Teorías dialécticas de la literatura del siglo XX), La cárcel del lenguaje, El inconsciente político, La posmodernidad o la lógica cultural del capitalismo tardío. Si se acepta la paradoja de su nacionalidad, Fredric Jameson es, sin duda, uno de los herederos más indiscutibles de la tradición marxista en la crítica cultural contemporánea. Consciente de la paradoja, no sólo ha introducido en la crítica norteamericana el pensamiento dialéctico clásico —de Lukács a Sartre— sino que desde una perspectiva marxista crítica ha incorporado a los grandes pensadores del estructuralismo y el posestructuralismo francés. En las novelas de Raymond Chandler o Philip Dick, en las películas de Hitchcock, Lucas o David Lynch, Jameson persigue los signos de la historia en la cultura a través de un movimiento dialéctico abigarrado de ideas que se traduce en estilo. En la conversación, sin embargo, se esfuerza por encontrar la síntesis con extrema claridad. Su caracterización de la posmodernidad como representación cultural del capitalismo multinacional y financiero puede parecer amenazante y sombría, pero habla de los cambios culturales de las últimas décadas sin ningún énfasis apocalíptico. Cita a Brecht para recordar que no se trata de volver a los buenos viejos tiempos sino de enfrentar los sucios tiempos modernos y apuesta con entusiasmo a la cultura de la periferia. Tal vez por eso, de visita en Buenos Aires para participar de ANYbody, la sexta conferencia anual organizada por la fundación ANYone, pregunta por la nueva literatura argentina, anota títulos en una libreta de notas y asegura que la tarea del crítico capaz de interpretar los procesos culturales de nuestro tiempo apenas acaba de empezar.
Alguna vez, siguiendo a Sartre, describió su posición como crítico en términos de una tensión entre la crítica de la cultura y la vocación de explicar y popularizar la tradición intelectual marxista. ¿Sigue escribiendo a partir de esa tensión?
No sé en qué términos precisos podría referirme hoy a esa tensión, pero lo cierto es que siempre me ha parecido (y en esto sigo al primer Lukács y a Adorno) que no se puede hablar de la forma sin hablar del contexto social que produce esa forma. En ese sentido, no creo que se trate de una tensión, aunque para muchos críticos se produce cierto desequilibrio en la medida en que el ensayo marxista trabaja con la forma y al mismo tiempo repone el contexto. Los artefactos culturales son representaciones oblicuas de sus circunstancias, cuyas contradicciones históricas figuran, reprimen o transforman mediante las abstracciones de la forma estética. La tarea del crítico marxista es encontrar esas relaciones, reconocerlas, describirlas y analizarlas.
¿Cómo definiría la tarea de la crítica marxista hoy?
Estamos en una situación muy diferente respecto de la crítica marxista clásica. El surgimiento de las vanguardias en la literatura y en el arte —el “modernismo” para la crítica anglosajona— generó una proximidad inédita entre el espíritu revolucionario y la revolución en el arte. Esta relación fue muy fuerte en Latinoamérica, en Rusia, en Alemania —recordemos a Brecht— pero no en los países anglosajones, en los que siempre ha habido un divorcio entre la idea de vanguardia y la práctica política. Luego con el estalinismo y la imposición del realismo dogmático y más tarde con la Guerra Fría, las series vuelven a separarse de modo tal que en las vanguardias parece volver a primar lo estético y la política parece estar en otra parte. La escena hoy es esencialmente diferente porque las vanguardias como tales pertenecen al pasado, una herencia rica y gloriosa pero ajena a nuestro tiempo. De manera que las formas de crítica marxista que hemos desarrollado para leer la literatura moderna, aun cuando algunas de ellas resultaron muy productivas —yo mismo he tratado de trabajar en esa dirección— no son ya aplicables con la misma pertinencia a la producción cultural actual.
¿La posmodernidad obliga a un cambio de perspectiva teórica?
En la posmodernidad y en las nuevas formas de esta sociedad del espectáculo y de la imagen, la cultura tiene rasgos muchos más difusos que en el período moderno. Las formas modernas han sido incorporadas por la cultura de masas. Los mejores publicistas, por ejemplo, son en algunos casos artistas muy talentosos que han incorporado las lecciones del arte moderno. De modo que ya no se puede sostener la vieja distinción tajante entre “gran arte de vanguardia” y “cultura comercial barata”. Esa dicotomía ya no funciona. Estamos en una nueva situación con respecto a la producción cultural en general, con respecto a la cultura del libro y la escritura, con respecto a la televisión. El panorama cultural ha cambiado significativamente y debemos reflexionar sobre eso. La televisión existe, no la inventamos nosotros sino el capitalismo tardío, pero somos nosotros quienes debemos hacer una evaluación de la situación, ver dónde es posible la intervención crítica, ver si las formas del arte crítico, negativo, radical, son posibles en esta nueva configuración cultural. Apenas estamos comenzando en esta tarea.
En La posmodernidad, o la lógica cultural del capitalismo tardío, sin embargo, usted ha tratado de definir esta nueva configuración cultural en distintas artes.
Efectivamente. Tomando ejemplos del arte, la arquitectura y el cine contemporáneo traté de identificar los principales rasgos de eso que hemos convenido en llamar posmodernidad: la desaparición del sujeto individual, la emergencia de una conciencia esquizofrénica que superpone pasado y futuro en un presente perpetuo, la crisis del historicismo que reduce el registro del pasado a imágenes nostálgicas vacías, el triunfo estilístico del pastiche que canibaliza el pasado cultural y conduce a la simulación. Propuse allí una perspectiva dialéctica que permita pensar la posmodernidad entre dos posiciones extremas: quienes encuentran allí una mera innovación frívola e inmoral y quienes celebraron con euforia la emergencia de una nueva maravillosa utopía.
Después de todos estos años de debates teóricos en torno a la posmodernidad, ¿cree que estamos en condiciones de caracterizar este proceso cultural con mayor perspectiva crítica?
En principio me gustaría hacer una distinción sobre la cual no insisto demasiado en el libro, entre el posmodernismo como una serie de corrientes artísticas diversas y la situación de la posmodernidad, es decir “la condición posmoderna”. Sabemos que existe una serie de rasgos reconocibles en el arte posmoderno, aunque no necesariamente sepamos hacia dónde se dirige. Pero la posmodernidad —aquello que llamo el tercer estadio del capitalismo— está actualmente en pleno desarrollo y es por eso que aún no podemos comprender cabalmente su funcionamiento ni tampoco nuestro lugar allí. Estamos en una gran etapa de transición entre un capitalismo con sus propias formas culturales, su política y sus relaciones sociales, hacia algo nuevo. La cuestión más importante, desde mi punto de vista, es reconocer una ruptura radical entre un momento ya acabado del modo de producción capitalista y esta nueva etapa, ya sea que la llamemos posmoderna o de otra manera.
¿No es allí, en la denominación, donde se generaron algunos de los debates?
La denominación no es lo que más me interesa, aunque creo que todas las denominaciones usadas y propuestas tienden a dejar afuera el hecho de que no sólo nos enfrentamos todavía con el capitalismo, sino que nos enfrentamos a una forma más pura del capitalismo con la privatización del mercado y el componente cibernético, que hace que los flujos de dinero sean más rápidos y provoca nuevas configuraciones que no existían en el orden anterior. Este nuevo período se caracteriza también por la presencia del capital financiero, un componente que fue identificado con anterioridad pero no fue comprendido cabalmente. Estamos en una situación de especulación financiera mundial y eso produce nuevas formas de abstracción y de trasmisión de estas figuras vacías a la cultura que no existían en la etapa anterior. La vieja abstracción moderna respondía a un determinado movimiento de abstracción del viejo capitalismo. La posmodernidad y el ciberespacio proponen nuevas formas vinculadas al capital financiero y a los flujos globales. En esta dirección y volviendo a la cultura, me gustaría mencionar un film argentino de Fernando Solanas, El viaje, que me parece un experimento interesante en el arte político, una obra compleja y desordenada pero que trata por momentos de producir una lectura política de esta situación de globalización financiera internacional.
En sus últimos ensayos se ha ocupado del cine tanto o más que de la literatura. ¿Cree que el cine se ha transformado en la forma narrativa de nuestro tiempo, tal como la novela lo fue en el siglo pasado?
Es difícil definirlo en esos términos. En efecto, es así si pensamos en el cine popular nacional. Hollywood expresó todo tipo de fantasías sociales y en ese sentido ocupó el lugar de las novelas realistas del siglo pasado, pero después de la televisión y el video, el cine ha pasado a ser una forma clásica. Por supuesto, se hacen maravillosos filmes (no tanto en el centro como en la periferia), pero creo que funcionan hoy como un género clásico. Es de esperar que se produzcan muchos más, pero no creo que sea ese el arte del futuro. El cine es una forma cerrada frente a lo que Raymond Williams llama el “flujo total” que nos remite directamente a la televisión. Escribí un ensayo sobre el video en mi libro sobre la posmodernidad en donde trato de referirme a los problemas de trabajar con este “flujo total” de la televisión. Pertenecemos a la cultura letrada y estamos habituados a trabajar con las formas cerradas, pero probablemente no es esa la dirección en que avanza la cultura.
En este sentido, volviendo a las posibilidades de un arte crítico en nuestro tiempo, ¿qué lee con interés en la literatura latinoamericana?
El boom ha sido un fenómeno muy significativo para mí que crecí con Faulkner. He leído menos la producción más reciente que es también muy rica. Posiblemente en Estados Unidos aún se piensa la literatura latinoamericana en términos del boom, aunque las nuevas generaciones de escritores quieren liberarse de esa etiqueta. De cualquier modo, creo que en términos generales es mucho más rica que la literatura estadounidense, con la excepción tal vez de la literatura de algunas minorías. La tradición literaria estadounidense dominante se ha debilitado por la comercialización, el monopolio de las grandes editoriales, la influencia de Hollywood y la televisión.
¿Qué escritores estadounidenses le interesan fuera de ese proceso?
Leo mucha ciencia ficción y creo que hay allí nuevos escritores muy interesantes. Kim Stanley Robinson, por ejemplo, que ha escrito una trilogía monumental —Red Mars, Green Mars, Blue Mars—, tal vez el libro más importante de ciencia ficción política desde Los desposeídos de Ursula LeGuin. La ciencia ficción, por otra parte, está colonizando la literatura alta porque es difícil imaginar el presente sin figurar el futuro amenazante que se aproxima. De la literatura más oficial, por decirlo de alguna manera, sigo leyendo con interés a Doctorow, a Don DeLillo y a algunos escritores más jóvenes.
¿Cómo describiría el panorama crítico estadounidense? Harold Bloom hablaba recientemente de una especie de balcanización de los estudios literarios: la crítica feminista, la crítica gay, etcétera, etcétera.
En cierto sentido es así. El tempo de estos procesos aumenta vertiginosamente. La dinámica original es la de la moda, y con la aceleración del proceso cambia en cada temporada. Este tempo afecta a la teoría que también está sujeta a procesos de mercantilización. Los grandes movimientos —el estructuralismo, el posestructuralismo, etcétera— no han muerto, pero han sido absorbidos por nuevas tendencias locales que trabajan sobre la base de alguna de esas grandes teorías. Creo que hay mucha riqueza en la crítica contemporánea, pero en Estados Unidos —más que en otros lugares— hay un constante riesgo de despolitización que como siempre se manifiesta en los grupos reducidos y se transforma en un sustituto de la política general. Creo que esta fragmentación no es muy productiva. La noción de Laclau de una “política de alianza” propone una alternativa posible, pero no creo que se esté aplicando. De cualquier manera, el rasgo más negativo del panorama crítico contemporáneo no me parece el “movimiento de balcanización”, sino un repliegue y una regresión general al esteticismo, a viejos modelos filosóficos, al neoclasicismo. Este movimiento me parece francamente desastroso: la idea de que hemos terminado con la política, de que ya no necesitamos un arte político y por lo tanto es necesario volver al verdadero arte, a la experiencia de la belleza. Este proceso se ve claramente en Alemania, por ejemplo. No sé si ya se hecho visible aquí.
Durante tres días se debatió sobre las nuevas relaciones entre el cuerpo y el espacio en la sociedad contemporánea en el encuentro anual de la Fundación ANYone. ¿Cuál fue a su juicio el saldo de estos tres días de debate en ANYbody?
Las conferencias son siempre un problema si se esperan resultados sintéticos. Los seis encuentros organizados hasta ahora por ANYone, sin embargo, han abierto las cuestiones propuestas en cada caso en múltiples direcciones. No es que generen soluciones para los problemas planteados, pero disparan hipótesis desde diversas áreas de investigación. Este fue tal vez el encuentro más productivo porque el tema del cuerpo produjo una concentración mayor que otros tópicos y generó una serie de debates muy ricos vinculados al urbanismo, a nuevas formas de considerar el cuerpo en la arquitectura hoy.
¿Cree que es posible lograr un verdadero diálogo interdisciplinario en el debate cultural?
La incorporación de las lecciones de la teoría contemporánea ha sido muy importante para la arquitectura, por ejemplo. Se trata en este caso de arquitectos muy conscientes de las cuestiones teóricas para quienes producir teoría es casi tan importante como producir nuevos proyectos arquitectónicos y por lo tanto están muy abiertos al debate interdisciplinario. Al mismo tiempo, desde la teoría, todos hemos tomado conciencia de que el espacio es un problema esencial y por lo tanto nos interesa saber cómo se conciben los nuevos espacios, que relación guardan con las resoluciones de la modernidad, qué nuevas relaciones se establecen entre el cuerpo y el espacio en los proyectos urbanos, cómo se conciben las nuevas ciudades en este momento de terrible superpoblación. El intercambio de perspectivas antropológicas, filosóficas, artísticas y técnicas fue muy productivo.
Para describir la relación entre el cuerpo y el espacio, usted introdujo el concepto de “interpolación”. ¿Cómo definiría esa relación a partir de ese concepto?
Sin entrar en detalles técnicos que nos llevarían a Althusser y a Lacan, creo que se trata simplemente de que, frente las antiguas nociones de identidad provenientes de la interioridad, la identidad a partir de este concepto se determina en el afuera y son las diversas instituciones sociales y las diversas formas de autoridad, el Estado, los grupos étnicos —”el gran otro”, siguiendo a Lacan— los que nos interpolan y nos asignan cierta identidad frente a la cual reaccionamos, interiorizándola o rechazándola. La identidad es entonces esencialmente una categoría externa y no interna. Las colectividades pueden a veces generar nuevas identidades y en todo caso pueden favorecer el reconocimiento de una identidad. Esto, por supuesto, modifica la noción de ideología. También el psicoanálisis lacaniano ha modificado el modelo freudiano marcadamente interno, hacia un modelo más complejo de relaciones con el exterior que es esencial en este proceso.
Durante el debate, este concepto fue utilizado también en la discusión sobre la realidad virtual y el ciberespacio.
En realidad, este terreno es bastante problemático para mí porque, para comenzar, no uso computadoras, de modo que no cuento con esa experiencia. Sin embargo, me interesa mucho la literatura de ciencia ficción y allí el ciberespacio aparece constantemente como un nuevo espacio para la imaginación ficcional. Si nos atenemos a la noción de exterioridad, es difícil pensar el ciberespacio como un factor determinante, a menos que se considere que se nos impone desde el exterior y en ese caso se asimilaría a la televisión. En la televisión, los anuncios, los estereotipos, las formas fijas, se nos imponen desde una exterioridad que nos interpola y el ciberespacio podría actuar de la misma manera. Pero en realidad no creo que el concepto de interpolación deba figurar en esta discusión. Es cierto que la revolución cibernética en la producción industrial, en la organización del trabajo, es un desarrollo crucial y central, pero apenas hemos comenzado a explorar esta nueva configuración. De cualquier manera, no creo ser el más indicado para abordar la cuestión porque, como le dije, ni siquiera uso un procesador de texto. Escribo con una máquina mecánica.
¿Esa resistencia obedece a alguna razón?
Precisamente, es por pura resistencia. Me gusta sentir la resistencia de las teclas, como si tocara el piano… las teclas de la computadora no ofrecen resistencia.
Por algún motivo, no hemos hablado de literatura argentina…
Es cierto, todavía no hemos nombrado a Borges.
… nuestro escritor universal…
Leí por primera vez a Borges cuando estudiaba en Francia, la traducción francesa de Ficciones. Pero para ser sincero, mi escritor argentino preferido es Cortázar, especialmente sus cuentos. Sus novelas son más caóticas pero sus cuentos son extraordinarios. Es un verdadero placer caminar por la ciudad de Borges y Cortázar.
Buenos Aires, junio de 1996.
Un fragmento de esta entrevista apareció en Clarín en 1996. La versión completa que se reproduce aquí se publicó en Graciela Speranza, Razones intensas. Conversaciones de arte y literatura con Martin Amis, Harold Bloom, Fredric Jameson, Susan Sontag, George Steiner, Andreas Huyssen, Edward Said, John Berger (Perfil Libros, 1999).
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