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Pequeños rastros que se alejan

Horacio Máez

LITERATURA ARGENTINA

Pequeños rastros que se alejan podría pensarse como un documental sobre el oficio. Su estructura, más que la del diario, más que la del guión cinematográfico, es la del viaje. Pero un viaje espejado. Porque el desplazamiento, los cambios, lo observado y registrado no están sólo afuera, en la entrega del luthier a su pasión por los instrumentos, sino también adentro, en el poeta que sale a buscar en lo ajeno y descubre el propio reflejo.

Conformado por más de cuarenta poemas breves, el texto, tal como refiere el prólogo de Loreley El Jaber, se entrega al “silencio del artesano, del hombre solo con la madera”. La paciencia del trabajo ocupa los versos y despierta en la voz un ritmo que no conoce el apuro. Su articulación se equipara a la del instrumento, que intenta conseguir el sonido justo, personal, porque “el oficio es resolver en el momento / dejar a cada parte contar lo que ha sido”.

Gracias al juego de espejos se abren infinidad de caminos. Uno, como señalamos, es el del instrumento. Voz y chelo se desplazan a lo largo de las páginas y su obtención coincide con la del otro. Paradójicamente, el instrumento deviene obra, al igual que la voz. A medida que el proceso avanza, el tono se define, como esas notas que el luthier va probando ajustar, “sabiendo que pasarse / es perder todo”.

Otro plano es el ir y venir del instrumento al bosque y del bosque al instrumento, pasando por los distintos estados de la madera. Lo que suena ahora se propone como el cumplimiento de un destino y, a la vez, en el hallazgo de esa música perviven el origen y los restos: “Dejar sonar un do, prolongarlo / y así construir el movimiento, / el fraseo claro, un do, un la pausado / manteniendo la presión para que la mínima, / mínima vibración vuelva / como eco construido por cada veta / y que suene el bosque en esos árboles // trabajados para dar un sí y que en su contorno / suene lo sobrado, viruta, polvo desechado”.

Por otra parte, la doble faz de lo invocado se presenta como el recorrido de la lectura. Una lectura que se hace a sí misma mientras sucede, que ubica su curso siguiendo las variaciones de la veta, del tono: “Apoyo la tabla y veo // la veta que se ofrece. / Estiro el barniz a favor / haciendo que la mano / se aleje del cuerpo / obligando a proteger / para ver mejor, para que muestre / cada detalle, cada instante sano de alerce, / equilibrio del tiempo pasado”. Un leer como un dejar crecer las palabras en el papel, las formas en la madera.

Los rastros que se alejan, entonces, son reminiscencia y resonancia, como las notas. La voz, dejándolos partir, afirma en ellos su aprendizaje. Porque el documento trae la cosa. Y esa condición es captada y permite el reflejo entre lo observado y su espectador, a punto tal de quedar mutuamente implicados, sin poder distinguirse uno del otro. Hay un pasaje del Fedón en el que Simmias alega que, aun destruida la lira, la armonía la sobrevive. Después de leer Pequeños rastros que se alejan, después de palpar durante este viaje la inmanencia del instrumento y su música, no sabríamos cómo sostener esa postura.

 

Horacio Máez, Pequeños rastros que se alejan, Kintsugi Editora, 2021, 68 págs.

21 Oct, 2021
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