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En La vida juega conmigo, el escritor hebreo David Grossman regresa al punto de vista narrativo de una mujer, que en La vida entera (2010) lo llevó a firmar una de las mejores novelas de nuestra época. Si en su última obra maestra esa opción le permitía diseccionar el matrimonio en tensión con un triángulo amoroso, en esta ocasión recurre a una narradora, Guili, para contar la historia de tres generaciones de una misma familia. Pero, como se descubre en los agradecimientos finales, ese personaje enteramente ficcional no es tanto una protagonista con entidad propia como un vehículo para la exploración de las dos figuras centrales del relato: su madre, Nina, y su abuela, Vera. Ambas están inspiradas en sendas personas reales: Tiana Wages y Eva Panić, que dio vida al personaje de Vera, una mujer conocida y admirada en Yugoslavia. Se ha escrito sobre ella una monografía y una biografía, y el escritor Danilo Kiš le dedicó una serie de programas en la televisión serbia, en los que relata las atrocidades de Goli Otok.
Estas dos judías inmigradas desde los Balcanes hacen que Grossman, aunque se mantenga fiel a su poética de investigación en los infiernos personales que son al mismo tiempo políticos, salga de su topografía literaria habitual, cuyas fronteras coinciden con las de Israel, y viaje con sus personajes en busca de los escenarios donde el general Tito sembró la paranoia y la delación, entre ellos el campo de reeducación y trabajos forzados donde Vera/Eva pasó los peores años de su vida. En la reconstrucción de aquella experiencia límite, encontramos un eco de una de las escenas centrales de Véase: amor (1993), su impresionante novela experimental sobre el exterminio nazi. Si allí Bruno Schulz vivía una compleja y tensa relación con un oficial de las SS, aquí Vera sufre los abusos de María, comandante del campo. Pero el autor no logra llegar, en mi opinión, a los niveles de inteligencia psicológica e impacto artístico que sí alcanzó hace treinta y cinco años. En toda la novela encontramos detalles y escenas asombrosos, intensos, que nos dan ganas de aplaudir o de llorar; pero que no acaban de encajar en un conjunto a la altura de sus fragmentos. Tal vez porque, tanto en el tratamiento de esa relación entre prisionera y carcelera, como en la resolución del resto de los conflictos entre personajes que tensan la trama, la relación personal con Eva Panić y su familia le impide a Grossman ser completamente libre en el ámbito de la ficción, llevar a sus fascinantes criaturas, atrapadas todavía en las consecuencias emocionales de aquellos años de terror político, hasta sus últimas consecuencias.
David Grossman, La vida juega conmigo, traducción de Ana María Bejarano, Lumen, 2021, 320 págs.
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