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Magia para principiantes

Kelly Link

OTRAS LITERATURAS

Aunque trafican elementos de la fábula infantil, el folclore urbano y la cultura pop, los resbaladizos cuentos de Kelly Link burlan la preceptiva y se salen por la tangente. Su singular consistencia promueve comparaciones apuradas, cotejos fútiles nacidos del deseo de encuadrar lo que desborda todo cauce. Desfondar la realidad a fin de encender su simiente maravillosa, por ejemplo, sería una fórmula tan precipitada como peregrina para hablar de estos cuentos; en particular, porque los estratos dobles, incluso triples, de las historias, lejos de encastrarse unos en otros a la manera de una mise en abyme, se deslizan en la contigüidad de una cinta de Moebius. Para pasar de un plano a otro, parecen sugerir, no hace falta más que prender la televisión. ¿Por qué, entonces, circunscribir las cabriolas del argumento a la mera anécdota?

Decir que en el interior de un bolso custodiado por la abuela de la narradora vive un pueblo entero es dejar fuera los desfases temporales entre ambos mundos, los actos de magia del amigovio y la juguetona teoría de que, si se la frota contra uno, puede adivinarse el color de la ropa con los ojos cerrados. Esto que sucede en “El bolso feroz” puede aplicarse a la mayoría de los cuentos. Sin ir más lejos, en “El hortlak”, un par de amigos insomnes al frente de una tienda abierta las veinticuatro horas buscan cambiar la manera de ofrecer mercancías sin recibir dinero a cambio; tienen por únicos clientes a zombis o canadienses (nunca se puede estar seguro de quién es quién); y una amiga los visita todas las noches cuando pasea por última vez, antes de sacrificarlos, a los perros del refugio en el que trabaja. Ni los volubles estampados de un pijama que forma parte de un experimento de la CIA, ni el vasto abismo del que brotan los caminantes nocturnos son detalles accesorios a la trama, aunque tampoco la esclarecen: ni uno ni otro dan las coordenadas para asir una realidad maleable que se crea a medida que se la transita. Porque, más que contar una historia, Link persigue sus mutaciones; y a los trillados motivos del cine de clase B les insufla saludables cuotas de nonsense, surrealismo doméstico y ligereza de series televisivas. Este desparpajo imaginativo no es ajeno a una entrega sin miramientos a los vaivenes del imprevisto.

En “Animales de piedra”, Link hace estallar la tradición del cuento norteamericano à la Cheever al mudar a una familia tipo a los suburbios. Ante la ausencia del padre (absorbido por una jefa cuyo apodo El Cocodrilo responde a una disfunción en el conducto lagrimal que la fuerza a llorar mientras da órdenes), su mujer, embarazada y con una máscara de gas, se dedica a pintar todos los días las paredes de un color distinto, y sus hijos, a descartar los objetos de la casa que sospechan embrujados. Entretanto, una invasión de conejos acecha en el jardín. Si el cuento produce algún monto de angustia, esto no se debe a que recurra a claroscuros febriles o manidos golpes de efecto, sino a la dificultad de anticipar el próximo movimiento.

Tampoco resulta sencillo adivinar los resortes que oculta el relato que da título al volumen. Un grupo de adolescentes, seguidores de un programa de televisión pirata que irrumpe en cualquier canal a intervalos irregulares y sin previo aviso, forma una cadena de comunicación para no perderse ningún episodio. A su vez, la herencia de una cabina telefónica en Las Vegas obliga al protagonista a realizar un viaje, lidiar con la separación de sus padres y reconocer, más que la pérdida de la inocencia, el instante en que la realidad puede volverse real. Así como la varita es consustancial al mago, la adolescencia lo es a los cuentos de Link: pura mudanza de las formas, con un pie en la tradición y otro en lo ignorado. Y si algo sugieren es que el prodigio mágico no siempre requiere de nuestra credulidad. Ahora lo ves, ahora no lo ves.

 

Kelly Link, Magia para principiantes, traducción de David Muchnik, prólogo de Marcelo Cohen, ilustraciones de Shelley Jackson, Evaristo, 2021, 440 págs.

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