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Rachel, contadora estatal de cincuenta y dos años, recibe en su casa durante un fin de semana a tres de sus cinco hijos. Celebran el regreso de la India de uno de los gemelos menores. Durante la reunión surgen las secuelas que cada uno arrastra desde hace veinte años, cuando ella y el padre de sus hijos se divorciaron. Había sido una familia feliz, con una vida “upper middle class, con césped, jardín, cena a las siete, todo muy Kennedy”, hasta que Rachel le informó a su marido que tenía una relación sexual con un vecino y no pensaba detenerla. Él le pegó y después la amenazó de muerte si no se iba de la casa. Rachel le creyó y unos días más tarde la casa estaba vendida y su marido, sus hijos y todas sus pertenencias, salvo una valija, se habían esfumado.
La nouvelle fue publicada en 1989, dos años antes de que Smiley (1949) obtuviera el Pulitzer por Heredarás la tierra, novela que muestra, como casi toda su obra, que cada hogar es la manifestación de un sistema político, económico y cultural. El escenario de Un amor cualquiera es una casa grande con castaños y jardín en un pueblo chico del Medio Oeste, que representa el sueño americano. Muy pronto es evidente que, para esa familia, el sueño americano resultó un paraíso perdido o una gran desilusión. Y la razón no fue una fuerza externa, social, sino una carencia interna y fundamentalmente norteamericana.
La voz narradora pertenece a Rachel, quien ha aprendido que la única motivación humana es el deseo, sólo que no es fácil saber lo que deseamos. Ella escarba en sus recuerdos para tomar conciencia del modo en que funciona su mente, comprender la manera en que consiguió la independencia de su marido y aceptar que la obtuvo a costa del sufrimiento de sus hijos. “Les he dado a mis hijos los dos regalos más crueles: la experiencia de una felicidad familiar perfecta y la certeza absoluta de que tarde o temprano se acaba”. Su historia es eco de la de una tía que, a principios de siglo, cuando las mujeres no tenían dinero propio, ahorró durante nueve años para escapar de su marido. Como este era un hombre próspero, abstemio, que no le pegaba, la familia concluyó que tenía que estar loca para abandonarlo y, al dar con ella, la internó en un neuropsiquiátrico. De ese modo, el fruto amargo de la dominación masculina y la impulsividad como respuesta femenina se transmitió a la siguiente generación. Conocemos a Rachel por lo que dice. Ella se enfoca en algunos detalles mínimos, muy bien elegidos, para observar al deseo como camino hacia el autoconocimiento. En los diálogos nos enteramos, a medida que los personajes se van topando con información de la que carecían, del daño sufrido por cada uno. El estilo simple y distante de Smiley, traducido por el malagueño Francisco González López, es acertado para narrar esta historia que no busca culpables, sino franqueza.
Jane Smiley, Un amor cualquiera, traducción Francisco González López, Sexto Piso, 2020, 128 págs.
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