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Por debajo de las formas convencionalizadas de las danzas artísticas con sus gramáticas de movimientos y gestos, sus narrativas más y menos miméticas, sus cánones de virtuosismo y belleza, sus rangos de expresividad y decoro están los cuerpos, sus contactos y afectividad, la respiración con su ritmo y, sobre todo, una pregunta no sólo por el movimiento y su técnica, sino por aquello que nos pone en movimiento y nos hace bailar. ¿Un principio lúdico, estético, existencial, metafísico, sagrado, vital? Esa pregunta se instala con fuerza en la generación de la danza moderna, en su modo de distanciarse del ballet clásico y de entrar en diálogo con tradiciones propias y ajenas, más allá de Occidente, en busca de esa escena originaria donde la danza tuvo lugar. La pregunta también guía algunas búsquedas contemporáneas y en La era del cuero parecería ser un punto de partida para recalibrar nuestras ideas acerca de aquello que el folclore —y más precisamente el malambo— puede movilizar hoy tanto en el plano del lenguaje —el propio y el ajeno— como de los imaginarios visuales y narrativos que nos dan una forma común, colectiva, compartida: identidad, comunidad, paisaje, historia y porvenir.
Así, en el escenario semicircular de la Sala Casacuberta, un paisaje compuesto por una pasarela apenas sobreelevada, una pantalla estallada de imágenes electrónicas y efectos lumínicos y un abundante cúmulo de piedras nos introducen en un clima post apocalíptico en donde el desierto dispara nuestra imaginación hacia el futuro e inevitablemente también hacia el pasado, aquel de una llanura fundacional, hostil y salvaje. De allí que los zombis que pueblan y danzan desenfrenadamente en ese páramo futurista bien podrían ser los remedos paródicos de los gauchos, soldados, indios y cautivas del relato civilizatorio de antaño. Estructurados en tres actos: “El día después”, “Luz mala” y “No future”, el relato y la escena se presentan como viñetas que ponen a jugar de forma fragmentaria desde las referencias a los padres fundadores del país y la literatura gauchesca, hasta emblemas menos solemnes como el alfajor y la leche. Poblado también de guiños pop, en ese paisaje distópico el pasado aún está presente y en una especie de media lengua gritada, entre el inglés y el español, el proyecto moderno y liberal que guió a la Generación del 80 resuena en su forma actual —apenas aggiornada— y trae presagios funestos para el futuro —apenas lejano—.
Más allá de la desolación y la catástrofe, esos seres sobre el escenario bailan como si fuese el último día, en su último aliento, y lo hacen con un fervor que no caben dudas que podrían dejar literalmente pedazos del cuerpo en escena, si fuese necesario. Cómo no sentir, desde la butaca, ese frenesí, ese ritmo extático que nos contagia y nos hace bailar con los ojos, aunque estemos bien sentados —y civilizados— en un asiento del teatro oficial. Los celebrantes de ese acontecimiento: Alejandro “Baby Cata” Desanti, Maximiliano Díaz, Carla Di Grazia, Nickytuns, Marcos Olivera, Ezequiel Posse, Facundo Posse y Carla Rímola. Seis bailarines de malambo y dos bailarinas de danza contemporánea que intercambian y ponen a prueba todos los gestos y movimientos de sus respectivos lenguajes, roles y tradiciones animando aquella pregunta por lo que nos hace bailar con una entrega tan incondicional que conmueve. Se identifica inmediatamente la dirección coreográfica de Pablo Rotemberg: su investigación rigurosa sobre el movimiento y el trabajo del cuerpo, los tópicos de la violencia y el sexo, el humor como operación siempre irreverente y provocadora, y una maquinaria escénica como montaña rusa que, una vez que se enciende, sabemos que será vertiginosa y no podremos bajarnos hasta el final.
Con la colaboración de Eugenia Cadús como dramaturgista, la doble pregunta por aquello que mueve a la danza artística y por aquello que nos pone en movimiento y nos hace bailar despliega una importante investigación —alimentando la obra y más allá de ella— sobre la dimensión cultural y política que anima tanto la construcción de un proyecto de país como un sentimiento de comunidad profundamente popular, vital y empático. Y esa comunidad —pasada, presente y por venir— le hace un lugar a la danza. Una verdadera lástima que La era del cuero no haya estado más tiempo programada en la Sala Casacuberta.
La era del cuero, coreografía y dirección de Pablo Rotemberg, Teatro San Martín, Buenos Aires.
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