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Derivaciones de un culto póstumo. A propósito de Wagnerismo, de Alex Ross

DISCUSIÓN

En el invierno septentrional de 1933, un nuevo personaje de cómics cruzó raudamente los cielos estadounidenses. Su nombre: Superman. Sus creadores: Jerry Siegel y Joe Shuster. Si relacionamos este dato de género “menor” con el nombramiento de Adolf Hitler como canciller de Alemania en ese mismo momento, es probable que aquellos jóvenes judíos dedicados a la narración gráfica hayan querido hacer con su flamante personaje una precoz alegoría del nazismo. Pero, como bien sabemos, aquel Übermensch de cultura de masas (aparentemente ni Siegel ni Shuster habían leído a Nietzsche) devino héroe de grandes y chicos. (Incluso combatió a Hitler en alguna de sus entregas). Desde entonces, el Superman bueno ha vivido bajo el débil disfraz del inútil y melifluo reportero Clark Kent. Según Slavoj Žižek, siempre ocurrente en sus lecturas, el motivo de la identidad oculta —sin duda mejor desarrollado en Batman que en Superman— tiene su origen en el Lohengrin de la ópera homónima de Richard Wagner. ¿Hasta allí llegó el genio alemán de la ópera?

Si hacemos extensiva la interpretación de Žižek, seguramente encontraremos en infinidad de relatos de la cultura moderna referencias —explícitas o veladas— a Parsifal, al Holandés Errante, a Sigfrido, a las walkirias (sobre todo a ellas, esas vestales nórdicas que recogían a los heridos y muertos), a Tristán e Isolda y al dios Wotan (Odín). Pero, entonces, ¿todos los caminos de la modernidad conducen a Wagner? ¿Tenía razón Friedrich Nietzsche al afirmar, en un tono tanto predictivo como confesional, que “Wagner resume la modernidad; no queda otro remedio: lo primero que hay que ser es wagneriano”?

La anécdota de la rápida conversión de Superman de malo a bueno, narrada por el crítico musical y ensayista Alex Ross en su monumental Wagnerismo (Seix Barral, 2021), presenta una ambigüedad de significado similar a la que podemos encontrar en el giro ideológico del propio Wagner. En términos políticos, podría decirse que este recorrió una parábola inversa a la del hombre de acero: del bien (apoyó las revoluciones de 1848 y 1849 y tuvo algún vínculo con el anarquista Bakunin la vez que este estuvo cerca de los círculos radicales alemanes) al mal (sus textos antisemitas y las relaciones, en gran medida a través de Cósima, con la ultraderecha alemana). Pero el libro de Ross no es una biografía de Wagner —las hay a montones, prácticamente desde el día de la muerte del músico— sino una reveladora investigación sobre la influencia del creador del ciclo operístico Der Ring des Nibelungen (El anillo del nibelungo) en los más diversos campos del quehacer cultural y político desde finales del siglo XIX (el músico murió en Venecia en 1882) hasta la segunda posguerra del siglo XX. Digamos, de Mallarmé a El señor de los anillos.

A primera vista, el primer rasgo de originalidad de Wagnerismo consiste en ir más allá de la música a la hora de analizar el poder viral del mundo Wagner. Un tour de force para un crítico musical que ya nos había advertido que es más lo que la música puede decirnos de una época que aquellos datos históricos en los que buscamos ayuda para desentrañar el significado de la música. La música y la historia: una misma dirección, dos sentidos. Este punto de vista epistemológico, tan bien expuesto en el libro El ruido eterno, de 2010 (Seix Barral, 2016), convierte los trabajos de Ross en verdaderos desafíos de historia cultural del siglo XX. En el caso más reciente, con una extensa precuela en el siglo XIX.

Si hasta ahora conocíamos más o menos bien la influencia del leitmotiv, la llamada “melodía infinita” y las audacias armónicas del músico que llevó el lenguaje tonal del romanticismo hasta sus últimas consecuencias, Ross corre la línea del saber un poco (o bastante) más allá con el fin de divisar el imaginario wagnerista en los campos de la literatura, la pintura, la arquitectura, el cine, el teatro, la filosofía y la política. Las novecientas setenta páginas de su libro parecen mimetizarse con la Gesamtkunstwerk (obra de arte total), como si su escritura titánica terminara siendo una prueba más de los alcances ilimitados de la sombra wagneriana.

Pero, al mismo tiempo, estamos ante un libro típicamente norteamericano: si algunos de los históricos compatriotas de Ross se esforzaron por escribir “la gran novela americana”, su propio proyecto historiográfico parece aspirar a algo similar en el terreno del ensayo. Quizá su problema resida justamente en la imposibilidad de explicarlo todo. O, mejor dicho, en la ilusión hipertrófica de creer que todo entra en —y se explica por— el mundo “W”. Esta operación termina siendo un tanto reduccionista, en la medida en que selecciona determinados elementos de innegable procedencia wagneriana en detrimento de otros que no sería posible observar bajo la sombra de aquella música.

Sin embargo, el peligro de completitud enciclopédica —al leerlo, podemos imaginar al autor a punto de ser estrepitosamente aplastado por su propio proyecto intelectual— se disipa las veces que Ross logra sobrevolar la pulsión acumulativa para reflexionar con su habitual agudeza: “Wagner representa el inconsciente cultural-político de la modernidad, una zona de guerra estética en la que el mundo occidental luchó con sus tremendas contradicciones, sus ansias de creación y destrucción, sus inclinaciones hacia la belleza y la violencia. Wagner fue posiblemente el espíritu que presidió el siglo burgués que alcanzó su máximo esplendor en torno a 1900 y que luego se abalanzaría hacia el desastre”.

El libro está organizado cronológicamente, desde la acalorada relación de Nietzsche con el Anillo y el hechizo del “acorde de Tristán” sobre Baudelaire y su prole simbolista hasta las citas cinematográficas de una música grandiosa y al mismo tiempo tenebrosa (los casos de El nacimiento de una nación de Griffith y Apocalypse Now de Coppola son los más conocidos, pero obviamente no los únicos; la música del cine, especialmente la de Hollywood, se indigestó de recursos wagnerianos, mientras que en Italia encontramos casos de wagnerismo insólito, como los de Pascualino siete bellezas y, parcialmente, 8 1/2). Pero tal vez lo más interesante esté en el medio: la afición por Wagner en el Imperio Austrohúngaro, en Francia, en Rusia (e incluso en la URSS) y en Estados Unidos. Rebatiendo a cada paso el clisé de un Wagner nacionalista de ultraderecha, Ross analiza su influjo en el fundador del sionismo Theodoro Herzl, en Virginia Woolf, en James Joyce, en Thomas Mann, en T.S. Eliot, en Claude Lévi-Strauss, en Philip Dick y —tardíamente— en Theodor Adorno, entre muchos otros.

Al observar los clivajes del wagnerismo a lo largo de los tiempos modernos, Ross no escapa al punto que todos los lectores estamos esperando desde el momento en que su libro llega a nuestras manos: los vínculos de Hitler con el arte de Wagner. El tópico, que ha sabido rozar la caricatura y el humor negro (“cuando oigo música de Wagner me dan ganas de bombardear Polonia”, dice Woody Allen en una de sus películas), tiene una bibliografía extensa, pero aun así Ross logra desmalezarlo con buenas fuentes. Por lo pronto, desestima la presunción de que entre las músicas ejecutadas en los campos de concentración hayan predominado partituras de Wagner. Tampoco concuerda con la idea de que la mitología nórdica, tal como Wagner la empleó en sus óperas, haya presagiado la teoría de la “raza superior”. ¿La voluntad de dominación del poderoso “Anillo” tuvo finalmente su “caída de los dioses” en el nazismo? ¿Acaso la fascinación que experimentó el joven Hitler por la ópera Lohengrin en una representación en Linz en 1902 debe leerse como preanuncio del horror?

Pero, por otro lado, tanto la utilización de los corales para instrumentos de metales del preludio del tercer acto de Die Meistersinger en el film La victoria de la fe de Leni Riefenstahl como las veleidades totalizadoras de los administradores de Bayreuth fueron fijando el tándem Wagner-nazismo de un modo incontrastable. Los miembros del círculo íntimo de Hitler (Goebbels, Himmler y Goering) visitaron el templo wagneriano periódicamente. Obviamente, las ideas antisemitas del compositor fueron ponderadas e incluso amplificadas por el aparato de propaganda del régimen. Ross cuenta que Julius Streicher, el principal propagandista antisemita del Partido, se valió de una cita de Die Meistersinger cuando dio la orden de que se destruyera la sinagoga central de Núremberg: “Fanget an!” (“¡Empezad!”). Sin embargo, como lo intentó demostrar Daniel Barenboim en un frustrado concierto dedicado a Wagner en Tel Aviv en 1991, el antisemitismo del compositor fue siempre vertido por fuera de su música y su teatro. Al menos no existe en el conjunto de la obra wagneriana un ataque directo a los judíos. ¿Por qué entonces cederles a los nazis el imaginario wagneriano?

Alain Badiou, en su texto Cinco lecciones sobre Wagner (Akal, 2013), señala que el ejercicio de enfrentarse a Wagner se ha convertido, desde hace muchos años, en una suerte de subgénero intelectual inconfundible. Ross concuerda con esta observación, pero también considera que el gran problema del wagnerismo fue el nazismo y los debates de posguerra. En su relato Muerte de Lohengrin, Heinrich Böll narra las desventuras de un joven llamado Lohengrin que tuvo la desgracia de haber nacido en 1933, justo cuando Hitler, asistente al festival de Bayreuth, arrebataba el poder en Alemania. Es una magnífica parábola de la suerte “política” corrida por la música de Wagner.

Ross vuelve sobre al asunto en su reflexión final, señalando algo que bien podría aplicarse a “cancelaciones” menos dramáticas que la que pesa sobre el compositor: “Culpabilizar a Wagner de los errores cometidos tras él constituye una respuesta inadecuada a la complejidad histórica: dejar salir del atolladero al resto de la civilización. Al mismo tiempo, exonerarlo de toda culpa es ignorar sus insidiosas ramificaciones. Ya no es posible idealizar a Wagner: la fealdad de su racismo significa que el retrato que de él ha quedado para la posteridad estará siempre partido por la mitad. Al final, la ausencia de una clara resolución moral debería hacernos más honestos sobre el papel que el arte desempeña en el mundo”.

 

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