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La luz es color. William Turner en Barcelona

DISCUSIÓN

Construir un punto de vista. Mejor llegar desnudos al arte, más si se trata de “arte mayor” como el de Turner. Mejor practicar la suspensión de juicio, esa que los epistemólogos consideran “desdoblamiento metódico”, brújula para travesías hacia el verdadero conocimiento. Porque es cierto que quien escribe nunca es tabula rasa: antes tuvo que aprender dentro de un marco. Tanto que a menudo las palabras le vienen sugeridas (ojalá que no dictadas) por lecturas y autores por los que se decanta. Sea como fuere, la máxima neutralidad posible es requerida, sin por eso ocultar las (p)referencias estéticas o argumentales. En el caso de esta nota haremos como Turner, apoyando los argumentos en Newton (Óptica) y Goethe (Teoría de los colores), autores influyentes en su mirada y sus cuadros. Pero también ampliaremos el espectro, tomando en consideración una tradición oriental que atraviesa la plástica china y funda la acuarela nipona (Turner se dejó impactar por la obra del japonés Katsushika Hokusai, llegada a través de comerciantes holandeses que vendían ilustraciones en sucuchos de “productos orientales” de Camden Town). Partiendo del punto de vista propuesto, recorramos el centenar largo de piezas expuestas en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC). La selección de una obra que abarca medio siglo (de 1790 a 1840) merecía ser exigente. La curaduría acertó a encontrar los puntos de engarce entre piezas individuales y series estilísticas y temáticas. Ambas llevan la marca de David Blayney Brown, comisario jefe de la Tate Gallery de Londres, de cuyo fondo provienen tanto las obras como los criterios, en ocasiones discutibles, que explican la selección y su ordenamiento.

 

Romanticismo. Para encararse con Turner resulta de gran ayuda entender el término “romántico” no tanto como periodo artístico sino, antes que nada, al modo en que Eugeni d’Ors concebía el barroco o que Erwin Panofsky nos explicó el gótico: códigos abiertos de formas y empeños, válidos al Oeste y al Este, y para distintas épocas. Lo romántico sería lo que denominan un temperamento artístico. En el caso de Turner, califica un completo sistema retórico de rasgos, entre los que destacan: el universo desde el ojo individual, agudeza sensitiva entrelazada con fantasías, sentimiento casi corporal de los fenómenos naturales, percepción del instante, alternancia de luces y sombras. Le ocurre lo que a artistas cronológicamente no románticos (Tiziano, Latour y antes el Dante de Paradiso) o culturalmente no occidentales (poetas del haiku, estampistas de ukiyo-e). Importa percibir el término Romanticismo igual que Turner concibió su obra: difuminada semánticamente en diversas direcciones, encarnando estilos distintos y anunciando los tiempos que vendrían.

 

Desmontar los géneros. Una vez metaforizada la comprensión del estilo romántico, cabe desmontar la idea de un devenir progresivo de la producción artística. Es lo que esta nota pretende discutir con la excusa de un artista etiquetado como “romántico”. Ocurre que una experiencia estética (del creador, los críticos o el público) resulta posible al precio de hacer saltar el cerrojo de períodos históricos indebidamente encorsetados. Una exposición como esta viene por desgracia algo lastrada por la inercia de una codificación repetitiva (“Turner, máximo exponente del romanticismo!”) y por la cansina docilidad a un protocolo que narra la historia del arte como evolución obligatoria o crecimiento inevitable de la conciencia (“viene después del barroco y antes de la abstracción contemporánea”). En cambio, el arte de Turner tiene posibilidades de renacer en nuestros ojos cuando estos se posan desnudos sobre obras que plasman la experiencia singular de un artista bastante intemporal. Porque en última instancia lo que vamos a percibir (y ojalá capturar) en el museo es la respiración compositiva de este plástico. Su experiencia la hacemos propia en el silencio de una nueva mirada, la propia, que persigue los pasos del pincel y recién luego los argumentos de la academia. En momentos de goce estético como este (se trata de una muestra que se contempla, en el sentido meditativo del término), lo que importa no es la información previa que atesoramos sobre el autor o los rasgos de su mundo cultural. Desmigajar la temática de un autor en la retórica que le es propia solamente se vuelve una explicación, y con suerte una postura, después de que cada pieza nos haya zarandeado y hecho vibrar con su fuerza interna. Fatalmente esto ocurre (o no ocurre): sea que manejemos la erudición de las historias del arte (la de David Piper es exhaustiva para el caso de Turner), sea que la ignoremos y vayamos al museo con las solas armas de la curiosidad y el hambre estética.

Así como la religión sofoca el impulso espiritual, el burocratismo acorrala la fuerza revolucionaria del cuerpo social, o las escuelas canónicas de pensamiento delimitan abusivamente la obra de los grandes iniciadores (les pasó a Marx, Nietzsche, Freud y otros), así igualmente ocurre al exponer a genios pictóricos encerrándolos en el corralito de un paradigma rígido al que los hacemos pertenecer en exclusiva. Turner es genial porque trasciende las clasificaciones de manual. Los rasgos señalados arriba, que a primera vista lo etiquetan como romántico, estallan en la mano como granadas y se dispersan en épocas y geografías distintas, trazando líneas de configuración y evolución más allá de dictámenes eruditos. Los rasgos románticos que se adjudican al arte de Turner son ciertos pero, a la vez, constituyen una puerta abierta hacia otros modos y prácticas artísticas, permitiendo trazar de forma más atinada y respetuosa el periplo singular de este artista.

 

El ojo. “El punto de vista crea el objeto”, postulaba Saussure. Un siglo antes, Turner parece anticipar el célebre adagio como divisa de su arte. Sobresale la centralidad de la experiencia humana en el mundo natural. Podemos afirmar que la naturaleza empieza para Turner en el brillo de su mirada. De allí la precisión expresiva de acuarelas y óleos. Es el ojo el que construye escenas como aquella, famosa, en que registra El incendio de Roma (1835). El telón de fondo resulta decisivo para dar unidad a los detalles: lo muestran entre muchos los frescos Dido y Eneas (1814) o Baco y Ariadna (1840). El artista inglés centró su obra (que evolucionó hacia la acuarela) en su perspectiva singular del mundo, que percibimos en lienzos como Día de fiesta en Zúrich (1807). Su ángulo de visión le permite incluir acusados contrastes entre los registros natural y humano, que se tornan medidores de gozo y dolor: acuarelas como Espigón (1835) lo demuestran. Varios estudiosos consideran que Turner acomodó el método a su percepción. Empezaba eligiendo con cuidado el papel o la tela, velaba por los detalles de la imprimación, superponía la pintura para luego difuminarla (daba a cada obra el espesor de múltiples capas), creando al terminar un extraño efecto de disolución. Entre muchos ejemplos de ese estilo compositivo señalemos Lago Petworth (1827), la serie de Montañas San Gotardo (1830 y ss.) o Paisaje con agua (1840). ¿Esta perspectiva es privativamente romántica? ¿Acaso no constituye una necesidad artística de cualquier época? Sea como fuere, para Turner el registro visual constituye el primer cedazo de los materiales que deja filtrar.

 

Agudeza perceptiva aderezada con fantasías. El arte de Turner destila a través de otro filtro, su reflexión. Sus fuentes de pensamiento son las de un burgués ilustrado atento a las evidencias de su época. También por sus lecturas el inglés perteneció a su mundo. Newton y Goethe brindan asidero científico a sus sentidos (autorizando, en paradoja sólo aparente, su extrema libertad expresiva). También intervienen contemporáneos como Charles Darwin, Richard Burton y sobre todo Edmund Burke, autor de un libro que influiría al mismo Kant, A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful [Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello]. Su pintura revela fuentes variadas y entrelazadas: las ciencias naturales (catalizadas en viajes de observación, típicos de los privilegiados de su época), la mitología clásica (filtrada por el Renacimiento italiano), sin olvidar la poesía que tuvo a mano (a Byron y Scott los ilustró con devoción). Así, el ojo de Turner contiene una serie de temas, muchos de ellos relacionados con la observación de fenómenos naturales que excitaban la curiosidad de los científicos: tormentas, nubes, arcoíris, nieblas, sol y luna. El dato natural Turner lo relee a veces de forma alegórica, volviendo abigarrada la presentación de paisajes y condiciones meteorológicas, como El puente del diablo y la garganta de Schöllenen (1803). La ciencia y la mitología le sirven a Turner de relatos acompañantes. En cualquier época o latitud, el arte verdadero acaba produciendo su propio relato; pero en sus alforjas un artista de ley carga narrativas accesorias que emplea como catalizadores.

 

Sentimiento casi corpóreo de los fenómenos naturales. Un subtítulo exitoso de esta exposición es El latido de la naturaleza. Viene a la memoria un comentario de John Ruskin, en su faceta de crítico de arte: “Turner es el artista que más conmovedoramente y acertadamente puede medir el temperamento de la naturaleza”. Sus armas son el dominio de la luz, el color y la atmósfera. Sus acuarelas (más que los óleos) constituyen viajes a través de los paisajes más atmosféricos. Claro que, para el artista, atmósfera tanto se refiere a lo que ocurre en el espacio físico como en su interior. ¿Puede decirse, como han hecho varios críticos, que el paisaje natural es un reflejo de su humor? Afirmemos al menos que su arte expresa una experiencia sensorial de la naturaleza. Así, no sorprende el poderoso atractivo que su obra despierta en Japón: sienten que el inglés comparte una sensibilidad que caracteriza el arte y la literatura de las islas desde La historia de Genji, en el siglo XI (y que recuperan hoy día afamados fotógrafos de la talla de Masao Yamamoto). Cara a cara con la naturaleza, lo que interesa a Turner es la observación directa, como en el célebre Les Contamines, al alba (1803). Pero ocurre que a medida que la naturaleza se vuelve grandiosa, la humanidad se torna insignificante: su Barco en la tormenta (1834) evoca la impactante descripción de su contemporáneo Lautréamont, Isidore Ducasse, en el primero de los Cantos de Maldoror.

 

Captación del instante. La selección de obras deja en claro la versatilidad del artista: contiene óleos, dibujos, estampas, cuadernos de bocetos, algunos aguafuertes y grafitos. Pero sobre todo acuarelas. La inmediatez de lo que tiene que plasmar exige del artista el adecuado instrumento de la acuarela. Desde Turner las técnicas mixtas que parten de la aguada se alzan al podio del grand art, opinión común hoy día entre críticos y especialistas. Centrarse en la acuarela cumple para Turner una doble función: desencadenar la intuición sin dejar de acompañar el dato científico. El juego de capturar instantes de luz queda de manifiesto en numerosas piezas, como Ramsgate (1835). ¿Qué es para Turner el instante? No un arrobamiento bobo. Más bien la síntesis de un proceso creativo que anuda memoria, imaginación y síntesis (como fondo late de nuevo la obra de Burke). El proceso pictórico resultante pasa por la acuarela, en camino a su final difuminación. Siendo central en la exposición, esta dimensión se explaya en piezas claves: Cuatro estudios de color del Isère, Grenoble (1802 y ss.), Spoleto, Puente (1840), Ulises burlándose de Polifemo (1808). ¿Cómo no traer a colación al chino Sesshu Toyo o la técnica japonesa del suminagashi, que probablemente conocía? Sea como fuere, otra pregunta asalta al espectador: ¿cuán metódico es el arte de Turner? Aquí divergen las opiniones. El crítico Joseph Farington, por ejemplo, considera que “Turner no tiene un proceso establecido sino que juega con los colores hasta que logra expresar lo que tiene en la cabeza”. ¿No es eso empero otro gesto metódico?

 

Fascinación por luces y sombras. Turner presenta lo sublime mediante el hilo conductor de la luz. Aquí su sensibilidad bordea la obsesión, como en Tormenta de nieve (1845) o Newcastle-on-Tyne (1835). Hasta que acaba sucediendo lo previsible: al gran pintor de la luz lo enamora lo oscuro. En Turner la oscuridad se hace visible. Luz y sombra actúan en un doble registro, visual y emocional. Su arte da nuevo valor al contraste, patente en Lago Buttermere (1798) y otras obras. Aparece sin recato lo ominoso de olas (Mar tempestuosa, de 1830) y nubes (Campanile, Venecia, 1840). A medida que avanza su obra, las formas se orientan hacia su disolución, como en Atardecer desde el Rigi (1844) o Visita a la tumba (1850). Aparecen soles como temas absorbentes (Lago de Lucerna, 1844; Yendo al baile San Martino, 1846). “El sol es Dios”, se atreve a declarar en esa época. ¿Lo que pinta son autorretratos apenas velados, cómo piensan algunos? En todo caso, Turner reivindica su ascendencia en una antigua línea pictórica que une a Piero con Tiziano, a Toscana con Venecia, pasa por Latour y recoge en el camino la reverberación renacentista. A la vez, Turner inaugura otra genealogía que lo conecta con Goya (cuya obra conoció acompañando a Byron por el sur de España) y abre la puerta al impresionismo de Monet y los siguientes, enamorados todos de su tratamiento de la luz.

 

Llegado aquí, el espectador renuncia a saber cuán romántico es Turner. Pareciera que este deja ese casillero libre para Constable (con quien la Tate se empeña en algunos textos en compararlo, a mi juicio forzadamente) y se lanza a volar por el espacio abierto de la experiencia estética. Allí encuentra almas afines. Del Oeste y algunas del Este.

29 Sep, 2022
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