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Nadie nos objetará pretender que la consideración de los clásicos suponga para nosotros un desafío y una necesidad. Después de todo, el mundo que ahora habitamos nos obliga a pensar cotidianamente en el tiempo como recurso precioso y a recordar que es él el horizonte último de los más o menos sutiles proyectos de revisión de nuestros monumentos literarios. ¿Quedará quien dude de que en semejante contexto las categorías habitualmente sospechosas de “canon” y de “clásico” demandan una nueva y peculiar comparecencia ante el tribunal de las fantasmagorías críticas? ¿Sobre todo hoy, cuando es fácil intuir, con el respaldo de modelos predictivos del más variado rigor geocientífico, el ocaso material de aquella inmortalidad por el arte en la que ya nadie cree pero que nadie olvida?
Me he encontrado pensando en estas cosas motivado por Medio siglo con Borges. La colección de Mario Vargas Llosa, publicada por Alfaguara en la primera mitad de 2020, reúne textos heterogéneos donde la figura de Borges precipita casi todas las modalidades del elogio. Que quien examina la obra del clásico, quien evalúa su contribución a una literatura y a una época, sea autor de algunas de las novelas más ambiciosas en español del siglo pasado configura una situación singular, si bien no para la obra de Vargas Llosa (autor también, como se recordará, de García Márquez: historia de un deicidio y de El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti), sí al menos para la borgeología de los años recientes.
El libro de Vargas Llosa vio la luz en un momento atravesado por ansiedades parecidas a aquellas que le hicieron decir a Derrida en los ochenta que la literatura se corresponde de forma magnífica con los periodos de catástrofe global, puesto que es tan frágil o precaria como lo es su archivo. El filósofo de El Biar juzgó que la literatura no podría reconstituirse tras un evento de destrucción total: no existe como referente externo al proceso de archivarla. Su “radical precariedad y la forma radical de su historicidad” ―decía Derrida― dan cuenta de un afirmarse ontológico anclado a la conciencia de su finitud. Se dirá que entre los ochenta y hoy no sólo han mutado las amenazas, que el desastre climático amerita tanta certidumbre como podamos albergar y que la pragmática del archivo ha modificado sus atributos en virtud de Internet y sus nuevas materialidades. Sea todo eso cierto. Lo que no deja de volver es una experiencia de la finitud que imprime rigores específicos al acto de leer un clásico, de releerlo, o de hacer pública, como ha hecho Vargas Llosa, esa relectura. Será ya no sólo la buena fe, sino también cierta esperanza, la que nos asegure que con esta publicación adviene una ética para estos tiempos.
¿Una ética sobre qué? Concedamos que la alianza entre el problema del tiempo ―en su dimensión más íntimamente metafísica y en aquella más trivial relativa a la cronología de las publicaciones― y la cuestión de los clásicos constituye un punto de partida razonable. En la obra de Borges, una instancia de ese encuentro la establecen los dos ensayos que publicó con el título de “Sobre los clásicos”: el primero, en un número de Sur de finales de 1941; el segundo, también en Sur, a principios de 1966. Este último es el más conocido, ya que la tercera edición de Otras inquisiciones lo incluyó como texto final, de donde procede la curiosidad de hallar un ensayo de los sesenta en un libro que se suele fechar hacia 1952. Los veinticinco años significaron para Borges un cambio radical en sus opiniones sobre lo clásico. En 1941, Borges proponía una definición de corte esencialista: clásico es aquel libro que reúne el mayor número de saberes o que invita a su descubrimiento y goce. Con ese criterio admitió a Goethe y excluyó al Quijote. El Borges de 1966 no tuvo reparos en decir que “clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad”. Entre una y otra posición, quiero decir, entre la intransigencia de definir lo clásico de una vez y para siempre y el relativismo de los usos continuados, se abre un espectro donde puede instalarse la ética de lo clásico, de su lectura y de su relectura, que inspira Medio siglo con Borges.
Es también en ese espectro donde cobran sentido algunas interrogantes que Vargas Llosa hubo de enfrentar. Trivial es recordar que escribir sobre Borges supone abrazar cierto tipo de coraje respecto a la novedad de lo que se afirma. Medio siglo con Borges, al prescindir del diálogo con la crítica, al favorecer el testimonio personal y el parte de creador, pone a sus lectores en una situación particular. Rápidamente se tiene la impresión de que los textos reunidos proponen un juego con el tiempo al que ampara la idea de que, siendo la obra de Borges tan inagotable como el más absoluto de los clásicos, toda proposición sobre sus cuentos, ensayos, poemas o figura pública puede sostenerse a sí misma sin temor al lugar común ni a la imprecisión filológica.
¿Una ética que reivindique la relación entre el sujeto lector y el clásico? ¿Una ética del hallazgo que persiste a través de las décadas? Podría ser, sobre todo si se observa que Vargas Llosa, puesto a elegir entre la definición intransigente del Borges de 1941 y la apertura a la historia del Borges de 1966, opta por una vía intermedia, deudora del lector que no deja de maravillarse y del clásico que, por definición, no deja de proveer.
Pasemos a las razones de esa maravilla. Medio siglo con Borges inicia con un poema ―llamémoslo así― biográfico que sintetiza los juicios que atraviesan el libro. En la tradición de Lucrecio, se contenta con transmitir cierta información, con lo que corre el riesgo de que sus lectores se pregunten, con alguna perplejidad, si la prosa no hubiese sido mejor canal para versos como los siguientes: “Hechas las sumas / y las restas: / el escritor más sutil y elegante / de su tiempo. / Y, / probablemente, / esa rareza: / una buena persona”. Al poema le sigue “Medio siglo con Borges”, que plantea una relación antitética que devendrá leitmotiv: Borges del lado de lo metafísico en lo filosófico y de lo fantástico en lo literario, es decir, en las antípodas de un Vargas Llosa que se figura “novelista intoxicado de realidad y fascinado por la historia que va haciéndose a nuestro alrededor y por la pasada, que gravita todavía con fuerza sobre la actualidad”. El libro multiplica instancias de oposición como aquella: la novela como el género que mejor aprehende el caos de la vida, en oposición al cuento borgiano, que se le aparece a Vargas Llosa como un género infatuado con un ideal de perfección que bordea la inhumanidad; la literatura en español antes de Borges, lastrada por una tendencia patológica a lo barroco, en oposición a la literatura en español que la influencia de la obra borgiana hace posible, habiendo en ella “siempre un plano conceptual y lógico que prevalece sobre todos los otros y del que los demás son siempre servidores”; el provincialismo de la literatura latinoamericana anterior a Borges, el cual, prolongando una de las narrativas usuales del boom, da paso en algún momento del siglo XX ―es decir, del siglo de Borges― a la aventura cosmopolita. Que inscripciones de este pensamiento antinómico aparezcan en el centro de textos de temática sensiblemente disímil, tales como “Las ficciones de Borges” (conferencia de 1987), “Borges en París” (nota sobre la celebración del centenario de Borges en el París de 1999) y “Borges entre señoras” (nota sobre los Textos cautivos, en la que Vargas Llosa curiosamente señala que “una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña”), da fe de un raro persistir, simulacro de la soñada coherencia.
Juzgar la colección de Vargas Llosa por la validez de sus valoraciones críticas corresponderá a los especialistas en materia borgiana. He preferido destacar una actitud en la práctica del elogio y el testimonio personal que la buena fortuna podría hacer digna de una ética lectora para un momento de crisis: la del yo que se afirma en la entrevista, la anécdota y el desarrollo de la propia obra vigorizada por el contacto con el clásico. De forma inevitable, este ejercicio interroga el sentido de la herencia Borges, y lo hace de un modo que sólo el examen concienzudo de nuestro pasado, de nuestros clásicos y nuestros otros clásicos, puede disputar.
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