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Una conversación sobre arte, técnica y naturaleza (parte 1)

DISCUSIÓN

¿Y si la vida que hay en nosotros no fue más que un inexplicable remolino de viento?

Gustav Meyrink

A propósito de la muestra PaRDes. El jardín del tiempo suspendido (Fundación Santander, Buenos Aires), Alfredo Aracil conversa con Nicola Costantino.

 

Alfredo Aracil: En tu trabajo, la estética de lo técnico o tecnológico convive con la recreación naturalista de la naturaleza. Lo gótico, en ese sentido, sería la expresión de una zona de indiferenciación donde no es más posible saber qué es natural y qué artificial, qué está vivo y qué está muerto.

Nicola Costantino: No hay nada más feo que una flor artificial, ¿te fijaste? Ninguna flor artificial puede ser tan linda como una natural. Pero con mis flores me pasa que las veo bellas en sí mismas. Pienso que no degradan la belleza de la flor original, sino que la explotan.

Cuando la manipulación técnica se ha infiltrado en todas las esferas, empezando por lo genético y/o biológico, y la identidad es un problema de ingeniería, no parece tener sentido hablar de cuerpos naturales. El cuerpo verdadero no importa más. El cuerpo humano ha sido invadido por las máquinas y mecanismos. Es la máquina más perfecta.

Sin embargo, la distancia que separa y une lo muerto de lo vivo, lo orgánico y lo inorgánico, me parece fundamental, sobre todo en relación con la práctica artística. El arte es la posibilidad de pensar en el más allá. Es difícil sacarle el sentido trágico a la muerte. Pero en la muerte hay composición y descomposición constante, regeneración y transformación. De hecho, se puede pensar en la muerte como una continuidad. En el cúmulo de flores que flotan en el aire está el reflejo de su materialidad, que es a la vez su imagen inmaterial. Ese tipo de continuidad que está a la vista en la muestra, pienso, es la que se da entre la vida y la muerte. El mundo y el otro mundo. Lo gótico es esa conexión con lo inexplicable, con algo que, sin duda, es superior a lo humano.

AA: La línea gótica, según el historiador del arte Wilhelm Worringer, que citan Deleuze y Guattari a lo largo de Mil mesetas, representa lo contrario de la trascendencia, de aquello que responde a una causa primera u orden anterior. La línea gótica se da en un plano de inmanencia que atraviesa la distinción entre lo animado y lo inanimado. Se desarrolla como tensión entre lo que asciende y lo que baja, entre la elevación continua y el arabesco que vuelve: quiero decir, se hace y se deshace todo el tiempo, como la materia va cambiando de forma y función, de contenido y expresión.

En tu trabajo hay una comunicación importante entre las ideas y lo manual. ¿Qué piensas de la evolución del arte en tanto abandono de cualquier pericia manual? La espiritualidad, históricamente, suele ser patrimonio de aquellos que no están en contacto con la materia.

NC: Dentro de esto que describes hay una gran variedad. En el trabajo manual la cabeza está en constante diálogo con la mano. La pintura es lo que la intención del pintor quiere y puede. Por supuesto, hay cosas fortuitas. Pero la pintura tiende a evitarlas. El cuadro, idealmente, es el reflejo de lo que el pintor quiere hacer. Esto es bastante paranoico. Es una idea. Lo que yo descubrí con la cerámica es que, si bien la manualidad es importante, al final trabajo a ciegas. Pasa con la aplicación del color. Trabajo con las pastas coloreadas en bloques de forma vertical. Pero el dibujo no me queda otra que imaginarlo en un corte transversal. Hago una construcción vertical pensando en cómo se vería de forma horizontal. Y no puedo ver cómo va a quedar hasta que no corto el bloque y lo abro. Es como trabajar a ciegas. Nada de lo que yo me imagino se cumple por completo. Siento que en esto hay una fuerza, o lo que sea, que no manejo y que a través de mí actúa. Hay formas de presionar el bloque tales que, cuando lo golpeo para unirlo, empieza a generar movimientos inesperados de la masa. Es el resultado de mi poder, de mi arte. Pero también de la presión como fenómeno físico que no hace más que deformarse de manera armoniosa, maravillosa. A veces me olvido del color que estoy usando. Muchas veces, no sé dónde está el adelante y el detrás.

AA: ¿Piensas en esto como una renuncia al control? Quizá podríamos pensar que cedes ante la agencia de las cosas, a la tendencia de la materia que, sin estar viva en los términos que los humanos establecemos, se orienta a su propio conatus, al impulso activo o tendencia a persistir en su propio ser que Spinoza atribuía a la propia vitalidad de todas las cosas. Es una postura que no está demasiado alejada a la de los niños y niñas que creen que los objetos están animados. Hay que hacer mucho esfuerzo o ser muy terco para no dejarse llevar por la ilusión de que tus flores están vivas…

NC: Si bien hay un control enorme para imaginarme cómo quiero que se vean las flores y el conjunto, en lo más concreto hay un alto grado de injerencia de otro tipo de fuerzas que no son propias de mi voluntad. Ya se terminó con la idea de que la materia está muerta y el ser humano es el único actor de su vida. Mi labor como artista es dejar espacio para que esas fuerzas aparezcan. Cuando ves la cantidad de efectos y detalles en el diseño y la materialización de las flores, cuando te acercas al detalle de la obra, te das cuenta de que estás delante de un mundo dentro de otro. Tanto si atiendes a la obra individual como al conjunto, es como meterse en un microcosmos que, cuanto más adentro miras, más caótico se muestra. Siento que mis manos son un instrumento. Después de que naciera Oankali, tu hijo, me encontré con la partera que salía a hacer unas cosas en la calle. Le pregunté si había sido ella quien lo trajo al mundo. Me dijo que no, que tan sólo había puesto las manos. Me quedó esa expresión. Como la partera, siento que poner las manos es hacer que las cosas pasen a través de una. Si pongo las manos, el control y la complejidad son el resultado del encuentro con el caos.

AA: Lo más evidente, cuando pensamos en lo gótico, es su relación con lo religioso y lo sobrenatural, ¿no? Y venimos hablando en términos metafísicos, pero en un sentido más materialista lo gótico también, y sobre todo, sería la búsqueda de una comunicación trascendente con algo que no es uno mismo. La palabra gótico, por lo demás, fue usada como un adjetivo descalificativo durante mucho tiempo: gótico es aquello bárbaro que, como la muerte, viene de afuera.

NC: Siento que, en relación con las flores, lo gótico se dejaría notar antes que nada en las puntitas. Son antenas que funcionan como conexiones con el más allá. Jung hablaba de un tipo de artistas que se conectan con sus pares y viven en una especie de ida y vuelta horizontal con su entorno. Es algo muy porteño, ¿no? Yo, por el contrario, soy gótica porque además de venir de afuera, de lo que se llama en Buenos Aires “el interior”, estoy con los pies en la tierra, pero conectada con el arriba y con el abajo. Mis pies tienen raíces. Me cuesta estar en la superficie. Pongo cara de pánico cuando me toca pasar tiempo entre mis supuestos pares.

Esa relación con “lo que viene de afuera” es importante para mí. El cambio más fuerte y fundamental de mi vida fue cuando vine de Rosario a Buenos Aires. Allá soñaba con el momento de venirme. Casi nunca volví, sólo de visita. Fue venir a quemar las naves. En ese sentido, se puede decir que emigré.

En los años noventa, funcionaban dos o tres camarillas de artistas. En 1994, sin Internet, era muy fuerte la necesidad de construir comunidad y legitimarse dentro de ella. Estaba la Beca Kuitca, el taller de Barracas de Pablo Suárez y el Rojas de Gumier. Tres hombres, muy hombres. A mí me tocó el peor de ellos, Suárez. Era un misógino. Funcionaba así. Me sentía extranjera y extraña tanto cultural como socialmente. Fue como el servicio militar. Me pasaba que lo que hacía no se parecía a lo que hacían los demás. Era juzgada todo el tiempo. Cualquier cosa que haces cuando eres joven parece que estás copiando a alguien, porque aún no demostraste nada. Era puro palo. Ser artista joven es duro.

AA: Tus primeras obras tienen un carácter muy historicista. El otro día me vino a la cabeza Ezequiel Martínez Estrada y su desarrollo del cuchillo como objeto-símbolo de lo argentino, la explotación del territorio como un efecto de las formas de vida y viceversa.

NC: La identidad argentina tiene varias cosas que me impresionan mucho. Algunos países son difícilmente identificables por sus símbolos y sus ritos. Tenemos el tango en lo musical y la carne, supuestamente la mejor del mundo. La cultura de la ganadería y los puñales tienen que ver con la carnicería que fue y es este país aún, el exterminio como razón de Estado, la violencia estructural. Son temas centrales en mi trabajo.

Nunca entendí por qué el arte sólo podía referirse al período histórico que arranca con el siglo XX. El arte del siglo XX, el arte contemporáneo, sucumbió pronto a las fuerzas del mercado. Las vanguardias y las intenciones más radicales no llegaron a desarrollarse sin el mercado. No veo que, actualmente, existan grandes valores artísticos. Anteriormente había valores en el arte y la cultura, experiencias y experimentaciones que aún pueden sernos útiles. Repetir que los artistas del Renacimiento sólo trabajaban para el poder no nos lleva a ningún lado. Hay ideas más ricas sobre la época. Por eso, por ejemplo, pensé en recuperar el arte de las flores, que históricamente representaba la finitud, la fragilidad de la vida y la belleza. El siglo XX nos enseñó que sólo pintan flores las señoras mayores en su casa. Pintar flores, durante mi formación, era la imagen de un arte sin compromiso.

Pero también es cierto que el conceptualismo latinoamericano fue vital para mí. En mi caso, empezar a estudiar arte coincidió con el fin de la dictadura. Me encontraba revolucionada por el conceptualismo más político. Ahora pienso que el compromiso de los artistas es con poder ver la poesía de la materia más allá de lo meramente material. Conectar con esas fuerzas que trabajan junto con el artista. Pero sobre todo: producir belleza. Antes me parecía que cambiar, como quien cambia de estilo y personalidad, era un problema. Ahora creo que he cambiado y lo siento como un orgullo. Quizás el cambio se deba a que estoy cerca de los sesenta años. Además, pasó una pandemia.

AA: Mencionas el caso del conceptualismo latinoamericano, y recuerdo tu período de formación como artista en Rosario en la postdictadura, período en el que precisamente los artistas jóvenes pudieron recuperar el legado de la vanguardia y hasta formarse con artistas que habían participado de experiencia radicales, como es el caso de Graciela Carnevale o Juan Pablo Renzi. Si durante ese peróodo se había propuesto una disolución del artista individual y burgués en lo colectivo y el compromiso con la comunidad, por un lado, y por otra parte una salida de las instituciones artísticas, el proceso actualmente parece ser muy diferente, cuando la institucionalización no es sino por la vía del mercado.

NC: El arte contemporáneo está lleno de prejuicios. Aunque es el mercado y no el arte el que no permite ciertas cosas. No permite insistir en lo que se puede reproducir, porque se ve modificado el valor de la obra. Se pierde exclusividad. Podrían ser compradas por cualquiera, no sólo por los ricos. El arte odia lo común. Y los museos son lo mismo que las galerías. El artista que no está dentro de esa lógica no es importante, por algo no estará ahí, se sospecha.

Me sorprende que los artistas sigan soñando con triunfar de esa forma, tener como logro ser parte del staff de una buena galería. No estoy en contra de vender, de igual forma que no estoy en contra del comercio. Por otro lado, tampoco se puede defender la idea de que el artista tiene que ser pobre y sufrir.

He acabado defendiendo la idea de que el arte debe ser para todos y todas. No puede ser que la gente no viva en contacto con el arte. Los artistas son muy necesarios. En un campo como el cine, se dan colaboraciones entre artistas y proyectos empresariales, así en la fabricación serial de objetos. Eso sería contrario a algo esencial en el arte, una forma de cruzada contra lo que resulta económico. Porque el arte es absolutamente antieconómico. Eso lo hace caro. Tiene el precio de lo que significa desarrollar algo hasta la ridiculez. El tiempo que una persona invierte para crear y producir una obra no se puede valorizar en términos monetarios. Eso, en verdad, es maravilloso. Imagínate un mundo sin arte: estaríamos rodeados sólo por cosas funcionales, realizadas siguiendo la ley del costo menor y el beneficio mayor.

A mí me interesa mucho la producción. Joseph Marie Jacquard diseñó un método de tarjetas perforadas que podía ser usado por obreros y obreras sin formación. Cualquiera podía poner el punto por punto. El dibujo ni siquiera lo había hecho quien operaba la máquina. Me interesa el paso a paso en colaboración con las máquinas. Es fuerte la idea de que los artistas tienen que trabajar solos. Hacer todo. Yo soy un bicho de taller. Estoy en todos los procesos. Es importante aprender a estar en todas las fases de producción. Pero lo que quería decir es que es interesante darle la vuelta a ese mandato de exclusividad, pensando qué métodos y con la ayuda de quién se puede producir más. Es ridículo el prejuicio de que si produces más bajas la calidad. Es muy obtuso pensar así. Porque quiero hacer más, diseño máquinas, prensas y equipos que me pueden ayudar. Todo para que la perfección sea mayor. Las manos tienen sus limitaciones. La tecnología sofistica. La cerámica que hago es mejor a partir de las técnicas que he aprendido a dominar.

AA: En Buenos Aires, circula una idea hegemónica sobre los artistas: tienen que ser personas únicas, irrepetibles, como sus obras. En ciertos ambientes artísticos, se respira un fuerte odio a una normalidad representativa de algo que no sería artístico en tanto que falta talento y originalidad. Además, se premia ser extravertido y empático, estando el valor de la obra supeditado no tanto a lo formal como a la verdad de la interioridad y la subjetividad que pretende expresar.

NC: Yo sería un poco lo contrario, ¿no? Cuando empecé a pensar cosas para encarnar en mis obras, cuando me vi en la situación de actuar como parte de mi trabajo, sentía que no debía expresar nada de mí. Siempre pensaba en Isabelle Huppert: cara de póker. Cuando hice la obra sobre Eva Perón, tampoco me importó no parecerme a ella. Mi cuerpo era la materia, como si usara arcilla. Una superficie metálica que refleja.

En realidad, la obra que fue autorreferencial por completo fue Tráiler. Lo que estaba representado era mi maternidad. La sensación de estar duplicada, que en mi caso viene de lejos, tiene que ver con que siempre estuve sola. Nunca tuve alguien que me acompañara. Creaba, entonces, amigos imaginarios. La doble vino de la obligación de duplicarme cuando fui madre. Ser madre, padre, artista… Me parecía un antídoto contra la soledad. Ahora que pienso, la necesidad de ser madre era también un antídoto, pero contra la locura. Sentía, entonces, que no tener en mi círculo cercano a alguien de quien ocuparme o cuidar me obligaba a tomar la obra como un hijo. Y no quería eso. Por supuesto, no quería perderme ser madre, porque no quería perderme nada. Aunque no tenía nada que ver con lo que yo me imaginaba.

AA: Me parece divertida la hipótesis de que la artefacta que habías creado como tu doble, para acompañarte en el proceso de ser madre, mató a la verdadera Nicola. ¿Qué pruebas tienes para demostrar que no fue así?

NC: La artefacta estuvo doce años guardada. Ahora la saqué. Está llena de capullos de seda. La tuve tres meses en el piso con un criadero de gusanos. Pusieron dos mil huevos. Los dejaron entre los dedos y en las grietas del cuerpo de mi doble. Para mí la doble es una artista que se rompió; o mejor, fui yo quien la mató. Era una artista caracterizada por su rigidez. Quedaron sus restos, que son la base para la regeneración y el nacimiento de otra cosa. Regenerar es una palabra clave para el futuro. Significa la posibilidad de deshacerse y volverse hacia el entorno. Los artistas deberíamos ser gusanos de compost. Tenemos que transformar la podredumbre en belleza.

AA: Más sobre la naturaleza: cuesta, actualmente, ver la naturaleza como un estadio prístino y primigenio al que volver. Siguiendo el método de la filósofa Silvia Schwarzböck, se puede tomar la estética y la noción de terror como la mejor disciplina para estudiar lo irrepresentable del terror que hoy nos conmueve.

NC: Cambiar nuestra perspectiva frente a la naturaleza es nuestra única salvación. Prestar atención a eso es insoslayable. Cambié mi forma de ser artista porque pienso que el artista ha de mirar a su alrededor, a lo que está pasando. Los artistas pueden hacer mucho con respecto al giro ecológico.

Pero el artista que soy yo es un resultado del encuentro con la técnica. En realidad, no es una técnica, sino la suma de varias cosas. Un chanchobola es la combinación de la momificación con la presión dentro de la esfera y el calco de silicona y la resina. Lo que vivimos con la dictadura y el terrorismo de Estado fue un fenómeno regional, pero lo que está pasando con el cambio climático es planetario. El cambio de escala es impresionante. Ahora, lo que está en juego es la humanidad entera. Estoy feliz de vivir este momento, porque siento que gracias a lo que pasamos en la pandemia hemos descubierto otros niveles de existencia. El universo vegetal, por ejemplo, es absolutamente silencioso. Parece que no se mueve. Nosotros que vivimos gritando y matando no entendemos que dependemos de ellos. Dicen que el micelio puede llegar a salvarnos. No sé si puede llegar a limpiar todas las cagadas que nos mandamos.

AA: Cuando no es demasiado celebratorio, ya sea de la amistad o de la identidad en tanto que diferencia, parece que mucho del arte (y mucha teoría) actual se ahoga en una forma de crítica demasiado negativa. En tu caso, ¿te cuesta ser optimista?

NC: En lo personal, no soy optimista. Salir de una pandemia y entrar en una guerra como la de Ucrania obliga a ser pesimista. Resta saber si, como los músicos del Titanic, tendremos que hundirnos tocando. Sin embargo, esta intervención que ahora estoy presentando se sale un poco del pesimismo general. Propone crear una sensación de infinito.

Es una bola, un continuo, que te permite perderte mirando tanto lo más macro como lo más micro. Son nubes que flotan. Como el mismo título sugiere, El jardín del tiempo suspendido, hace referencia a unas coordenadas a la vez temporales y espaciales. La idea de las flores es detener el tiempo de la destrucción. Congelar la belleza y lograr que no se degrade. En ese sentido, la cerámica es una maravilla. Se hace desde el Neolítico. Se seguirá haciendo sin muchos cambios: tierra y fuego. La variación es mínima. Esas son las cosas que el arte contemporáneo no me dejaba ver. Hay un tipo de perfección de la naturaleza que es ciertamente irreemplazable. Tanto la seda como la porcelana, mediatizada por los hornos, son insuperables. Son caolines y fuego. Sin plásticos. Ninguna fibra sintética-fósil es capaz de superar la fibra que teje el gusano.

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