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Luna del cazador

Leandro Llull

LITERATURA ARGENTINA

La voz que, con consistencia y precisión, compone Leandro Llull en sus libros, nos vuelve a sorprender, porque diseña un grado más en el camino de su levedad. Con versos cortos, cortados exactamente para dar lugar a una pausatoria como ritmo que acompaña el trayecto del desprendimiento, extrae su máxima potencia justamente a partir de ese trabajo por volverse casi inaudible. El verso quiere no ser ya casi verso, sino apenas un susurro, un sonido de viento leve entre las hojas, pintado con un pincel de un solo pelo. Por eso a veces usa el potencial, y dice el deseo de lo que sería el canto, como un salir hacia otra cosa, por fuera del cuerpo de la palabra, “hasta no sentir / más que las olas / de una marea espléndida”.

El poema se quiere ahí, entre la luz, la mancha de color previa al dibujo o al contorno, y la sensación casi antes de su nominación. Para eso, para que la nominación no fije la experiencia, no la selle y por lo tanto no le dé sentencia de cosa clausurada, está el poema, están sus flujos estróficos, rodeados de silencio. Lo que ese silencio propicia es un momento de entrega a la contemplación, al instante, la atención a lo mínimo que rodea una vida tendida hacia el acontecer de lo exterior, y que puede ser un árbol, un color en el cielo, un pájaro. En ese mínimo está lo máximo; un transcurrir de la vida, y un poema que habla de lo vivo o se hace vida.

El flujo entre poesía, elementos naturales y una subjetividad que los triangula es permanente y a la vez una construcción móvil, efímera cada vez, que se produce en el lugar mismo de su evanescencia: cada uno de los tres elementos se transforma en los demás, se revierte o confluye o se funde, para dar lugar a un continuo que es la vida misma o lo vivo. Como en “Campana”: “Esa campana de salvia / en la tarde de mayo / me llega como de otro lugar, // rompe la palabra separa / y se filtra por un agujero del aire / hacia mí // con su plumerillo vibrante / de lila niño en la última luz / y el verde que aterciopela su nombre / para decirme más allá / sí que hay algo”.

Los sentidos, la atención puesta, como si fuera un pintor, en los estados de la luz, pero también en los sonidos, se vuelca en el poema como ritmo, como boceto, como respiración. Los poemas entonces construyen su propio mundo, pero, lo que es más importante, en ese trabajo rítmico, conceptual y sensorial, llevan al lector que se abandona a ellos en un viaje hacia la disolución. Ese pasaje permite encontrar un latido profundo y construye una experiencia del poema o de lo poético.

La voz que levanta Llull, una voz lírica potente, a contra tiempo y contra marcha de otras poéticas contemporáneas, mengua el yo, adelgaza la línea del verso, va en busca de los silencios, armoniza el ritmo y rescata, para la poesía, la posibilidad de construir un mundo no alienado, un lugar donde alojar el sueño de una reconciliación entre el ser humano y un mundo: una forma de abrazar, amorosamente, otros seres. Esta voz, alejada de los excesos cotidianos, discursivos y vitales, trae para la poesía, otra vez, la lección de la resta, el pulido sutil, el ejercicio profundo de una ascesis en los modos de decir, y da aire. Hace así, del lenguaje y del poema, una realidad, un objeto, que une percepción y afecto, y que, en su propia materialidad, dice por lo que evita y por lo que hay, e invita a ver de nuevo, a observar desde el cuerpo, a ritmar con el movimiento de lxs otrxs, a dejarse ir, para habitar un tiempo difícil, abriendo el espacio de la nuda vida a su lado más sensible, como un resto y un rescate de lo humano en ese mismo movimiento. Es también entonces, a su sutilísima manera, un llamado y una espera.

 

Leandro Llull, Luna del cazador, Bajo la Luna, 2023, 72 págs.

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