OTRAS LITERATURAS

El extendido berretín cuya sapiencia arguye que Ulises es poco más que el mapa de la capital irlandesa sobreimpreso a un mito griego deja de lado el hecho de que el paralelismo homérico, antes que en razón de las astucias del lector, está fraguado a los fines más bien constructivos de su autor. De modo que la Odisea reviste, ya no los oropeles de una clave a desentrañar, sino los de un percutor de la escritura: una restricción formal que permite liberarse de la inspiración como fuente agotable de recursos. Quizá haya sido esta lectura, que emparenta a la obra de Joyce con OuLiPO, la que ha llevado a Marcelo Zabaloy a ofrecer una versión lipogramática del Ulises. Así es: los dieciocho episodios en los que se desencuentran (y finalmente se encuentran) Stephen Dedalus y Leopold Bloom, más una ristra de chispeantes notas al pie, omiten, rigurosamente, la letra más usada en nuestra lengua.

No hace falta remontarse al siglo V a.C. y a Laso de Herminone para encontrar un lipograma reciente; a mediados del siglo pasado Georges Perec jugó a escamotear la letra “E” a lo largo de las trescientas páginas de La disparition. Pero no tengo noticias de un traductor que apele a semejante procedimiento en el largo aliento y la complejidad que supone una obra como la de Joyce. Cierto que Zabaloy se ha mostrado ducho en la consecución de empresas imposibles (un experto, según Lucas Petersen, en el “indiscutible prodigio de lo inútil”). Además de traducir Ulises, despachó la primera versión íntegra en castellano de Finnegan’s Wake, esa “pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor”, al decir de Borges, “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe”.

Parte del encanto que depara la lectura de Ulises consiste en el rastreo de algunos motivos que retintinean a lo largo de ese perenne y gloriosamente banal 16 de junio. Uno de ellos es el de “Throwaway”. Recordemos que en el quinto episodio Leopold Bloom se topa con Bantam Lyons, quien le pide el diario que lleva bajo el brazo para husmear acerca de la carrera de caballos que tiene lugar esa tarde. Para sacárselo de encima, Bloom le dice que se lo quede porque iba a tirarlo (“throw it away”). Su interlocutor escucha el homófono “Throwaway”, que toma como una fija, debido a que hay un caballo llamado así. Bloom no se percata de este malentendido que, independiente de sus protagonistas, hace su propio camino. Así, más adelante se nos informa que, contra todo pronóstico, Throwaway gana la carrera por delante de Sceptre (Cetro), el fálico caballo por el que apostó Boylan, el amante de Molly Bloom. Suerte de victoria pírrica para Leopold, que no se ha enterado de nada.

En el Odiseo de Zabaloy, el malentendido se escucha de otro modo. Al evitar la letra A la frase es ahora “throw it out” y el caballo, por lo tanto, Throwitout. Y más: la papa que Bloom porta en el bolsillo como un talismán se vuelve un genérico tubérculo, las llaves —aquellas que Dedalus entrega y que Bloom olvida—, tan importantes para la costura simbólica de la novela, devienen cerrojos. Pero más allá de estos detalles, de los cambios de nombres y de las obligadas paráfrasis, lo que sobresale de la faena es una soltura que paradójicamente proviene de una férrea disciplina, y que esa observancia marcial a una regla restituye la gracia del espíritu joyceano.

Djuna Barnes cuenta que, días antes de que se publicara Ulises, su autor le confió en un café parisino: “Lo malo es que el público pedirá y encontrará una moraleja en mi libro, o peor, que lo tomará de algún modo serio, y, por mi honor de caballero, no hay en él una sola línea en serio”. En esta tónica, vale decir que las notas al pie de Odiseo no tienen desperdicio. También escritas sorteando la letra A, las hay de rigor, aclaratorias, puntillosas, eruditas, y otras superfluas, hilarantes, descontracturadas. Cito algunas: “Este cogedero no es lo que usted cree…”; “Si usted no es porteño, escuche este Berretín por Goyeneche y después me dice si entiende el término o no”; “Este verso retorcido es todo lo que conseguí”; “¿No es increíble este pie de texto? ¿Es preciso ponerlo?”.

Aunque podría aventurarse que, al pasar el título del latín al griego, la novela se aproxima al proyecto de Buck Mulligan —némesis de Stephen Dedalus— de helenizar Irlanda, lo cierto es que la lectura global del libro se mantiene impertérrita. Y la falta de la letra no incide en la lectura más que para despojar a la obra de Joyce de la rigidez que le impuso la crítica académica y devolverle toda su irreverencia creativa. A lo sumo, podría plantearse un debate en torno a la atribución autoral. ¿Se trata de una traducción, de una reescritura? ¿Qué lugar ocupa Odiseo en relación con una versión “usual” de Ulises?

En un artículo sobre el lipograma, Perec escribió: “Únicamente preocupada por sus grandes mayúsculas (la Obra, el Estilo, la Inspiración, la Visión del Mundo, las Opciones Fundamentales, el Genio, la Creación, etc.), la historia literaria parece deliberadamente ignorar la escritura como práctica, como trabajo, como juego”. La gratuidad lúdica de la versión de Zabaloy, con sus mudas y su tranco rioplatense, tiene tanto de entrega sin concesiones a una regla liberadora como de antídoto contra la solemnidad.

 

James Joyce, Odiseo, traducción lipogramática de Marcelo Zabaloy, prólogo, proemio y exordio de Lucas Petersen, Luis Chitarroni y Anahí Almasia, Lucas Iranzi y Orlando Espósito, HCEditores, 2022, 880 págs.

 

30 Jun, 2022
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