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La Cueva de las Manos está esculpida por la erosión de un río al sur del país. Adentro se pueden ver las primeras manifestaciones que se conocen de los pueblos sudamericanos: datan de un período extenso que se inaugura hace más de diez mil años y se interrumpe antes de la llegada de los europeos al continente. Son muchas las cámaras intervenidas por el arte rupestre, pero sus temas responden a tres períodos bastante marcados. El más antiguo es el menos abstracto, ya que presenta animales y escenas de caza. El intermedio incluye la representación de algunos animales, pero sobresalen por número (se han contado 829) las siluetas en positivo y en negativo de manos. Para lograr dibujar su contorno, se aplicaba un pigmento en forma de aerosol soplado sobre la carne propia, tal vez por ello la mayoría de las manos pintadas o calcadas son manos izquierdas. En el tercer y último período la temática preponderante son los motivos geométricos, líneas y puntos cuyo significado se desconoce. Es interesante pensar estos tres períodos en relación con el mundo circundante y espiritual, como un recorrido sinuoso entre la representación especular en imágenes, la autopercepción y el lenguaje.
Una sensación parecida es la que se tiene al adentrarse en la sala de cemento símil piedra de la galería Pasto y ver las obras de Mauricio Poblete, quien retoma la historia desde el punto en que había sido interrumpida en la Cueva de las Manos: cuando se produce la llegada de los conquistadores y el subsiguiente choque cultural signado por la violencia, cuyo relato de luchas y tensiones se prolonga hasta el día de hoy. A lo largo de la exhibición (que puede verse hasta el 11 de septiembre y tiene curaduría de Leandro Martínez Depietri) se yuxtaponen, además, tres momentos artísticos bien diferenciados, conceptual y estéticamente. El primero de ellos se anticipa con la imagen usada en el flyer de difusión, que dialoga con las obras más conocidas del artista: aquellas en las que Poblete se disfraza de La Chola, figura que nace a partir de una exploración biográfica sobre su origen. En diferentes paredes de la sala se exhiben tres performances devenidas fotografías de gran formato en las que, a partir del cruce entre culturas, trabaja los desplazamientos y se resiste a la apropiación, invirtiéndola en su propio cuerpo. Si la conciencia de género, raza y clase se desprende de las realidades sociales del patriarcado, el colonialismo y el capitalismo, con La Chola el artista propone una reflexión en torno del mestizaje, afirmando lo impuro y desarmando los esquemas binarios de clasificación y desclasificación de los cuerpos. “La mestiza es en un único cuerpo, tanto hombre como mujer, vive en los intersticios de categorías como la clase social, el género, el lenguaje y la raza”, escriben Desiré Rodrigo y Helena Torres en su texto “Cyborgqueers, o de cómo deshacer al homo sapiens”. Al desnaturalizar su identidad, permite que se multipliquen las representaciones. La Chola es un personaje que no retoma un pasado identitario sino que lo proyecta hacia el futuro, reivindicando lo mestizo como un cuerpo por venir. Sin embargo, Mauricio Poblete no se identificaba al principio con esta figura en su construcción subjetiva. “No soy trans, no soy mujer, no soy una mujer boliviana”, dijo en una entrevista. De este modo, en este primer período de exploración autorreferencial, problematiza y cuestiona su herencia cultural centrándose en la construcción del cuerpo propio como simulacro.
Con el paso del tiempo, al igual que en el ritual chamánico, el disfraz deja de ser una mascarada para convertirse en una herramienta de transformación. En lo que podríamos llamar un segundo período dentro de la muestra, la brecha entre la ficción del personaje y el artista desaparece. La artista se deja crecer el pelo, adopta intermitentemente el pronombre femenino y se entrega a la cocina. Desplegadas sobre una pared de la sala están sus obras de pan hecho en el horno de su propia casa. Tal vez la más significativa es un busto con aires de momia, hecho también de pan, que lleva su antigua peluca y un tenedor hereje, instrumento de tortura de la Inquisición con doble filo que se clavaba en el pecho y la mandíbula. Este elemento da nombre a la exhibición y funciona como metáfora de su cuerpo de obra. Mediante una suerte de dialéctica, La Chola vincula y tensiona dos relatos. Por un lado, una memoria ancestral oprimida cuyo imaginario incaico y andino se percibe en la iconografía americana, así como en las representaciones de elementos tradicionales y artesanales. Por el otro, una actualidad marcada no sólo por sus vivencias íntimas personales, sino también por el intento de incorporarse a sí mismo en una tradición artística hegemónica (lo que se evidencia con sus citas a la Venus de Botticelli o a la fotografía de moda de Eduardo Costa). De este modo coexisten, tanto en su obra como en la construcción de su figura, el oprimido con el opresor, representados muchas veces como opuestos en lucha, cuyo punto de encuentro está signado, no obstante, por el goce. Es por eso que las huellas que dejó lo real de la tortura de la Conquista en nuestro presente cultural se perciben en su obra junto con un imaginario liberador de fantasía y sexualidad.
Finalmente, el tercer período está conformado por una serie de mitogramas representados tanto en dibujos en blanco y negro como en pinturas y telas coloridas en las que hace coexistir diferentes temporalidades (e incluso el fuera de tiempo, ya que incorpora el mito). Varias de estas obras cuelgan de una pared pintada de un naranja furioso que reclama la separación efectiva entre la Iglesia católica y el Estado argentino. Al recorrer esta parte de la muestra, como en el documental de Werner Herzog sobre arte rupestre, La cueva de los sueños olvidados (2010), la percepción se desdobla. Ante las representaciones de un pasado del cual sólo nos quedan vestigios, ya que ha sido arrasado por un proceso de colonización que continúa aún hoy filtrándose en nuestro imaginario colectivo (“los argentinos venimos de los barcos”), se abre la pregunta sobre si el arte puede más que imaginar las chispas que sacan dos imágenes al chocar entre sí en ese instante de peligro. Por otro lado, se abre una pregunta especular sobre nuestro porvenir en un momento histórico signado por las luchas de género, la desigualdad social y la pandemia. En una suerte de arte rupestre postcolombino sepultado bajo una torre edilicia, la historia de la conquista de los pueblos originarios se entremezcla con un presente popular barrial, con el encierro de la cuarentena y el leitmotiv del alcohol, trazando líneas de continuidad pero también zonas de disputa. Esto ocurre no sólo en las representaciones sino también en las estéticas: así como las inscripciones de un antiguo códex conviven con las letras de una remera de Flema, el dibujo plano convive con la tridimensionalidad y el punto de fuga. Más allá de las figuraciones, en esta serie pictórica predominan las marcas caligráficas, las líneas ondulantes y los puntos. Así es como se evidencia la búsqueda de la artista de un lenguaje propio que le permita tanto denunciar como habitar en los intersticios de la cultura dominante. Y es en esa tensión donde reaparece el goce de su obra.
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