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Regionalista y mundana, local y cosmopolita, reminiscente y anclada en una cenagosa actualidad, El pintadedos, de Carlos Catania, parece fruto de ese paradigma que sostiene que para delinear un mundo no es necesaria otra cosa más que dibujar una aldea.
Para empezar, el sitio imaginario en el que se desarrolla esta novela se ubica en una provincia llamada Santa Fe y contiene, entre tipos, paisajes y arquitecturas de una pulida naturaleza pampeana, temperamentos, obstinaciones y rebeldías de una diversidad tan desbordante como la prosa expansiva y fluidísima en la que se plasman. Según se sugiere, se intuye o se cuenta, el lugar fue territorio aborigen, colonia inmigrante, pueblo en el campo, humus fértil para el mito narrativo y cárcel emotiva o plataforma de despegue para quienes lo habitan o se van. Pero una vez (des)dibujados los límites de esa zona fantástica que tal vez pueda encontrarse en los mapas, la narrativa explota, se expande y se arremolina a medida que se superponen épocas, personajes, escaramuzas y acciones. Por un lado, son seis o siete días del otoño de 1980 que, digresiones, rulos y memorias mediante, abarcan más de 200 años. Por otro, narrada en un tono inusualmente existencialista —cioraniano, inventaría— se hacen voz Carlitos, el perito dactiloscópico al que refiere el título, el Bonzo, el René y Chilín, sus amigos, un suboficial y un conscripto de un comando del ejército en una misión “antisubversiva” que se cierne sobre el pueblo —camaradería chauvinista, homoerotismo de vestuario—, una Madre de Plaza de Mayo que escribe antes de ser fusilada —dramático reporte imaginario del operativo de una patota, de una búsqueda ciega y de los crímenes del Estado militar—, o las notas de un médico local que sigue el caso de una pareja de oligofrénicos mágicos. Hay más, bastantes más. Encontrárselas página por medio es una experiencia singular, el choque con una visión especulativa percusiva y vibrante. Por su parte, y en consonancia con la polifonía de voceros y estilos —repito: un prodigio la versatilidad compositiva de la novela—, la trama de El pintadedos, oscurecida por un tono dominantemente trágico —¿ser humano?, ¿haber nacido?, ¿habitar ese mundo?— se colorea también con más tragedias —la violación de una niña, la “masacre del manicomio”—; el contrapunto entre revolución y opresión que encarna en el Indio, una figura mítica de la insurgencia armada muy, muy próxima a los cuatro amigos y el comando militar que lo persigue y la época; la amenaza o el caso policial que reúne a los pródigos con los residentes o el secreto de “los inseparables”, orgiástico y sangriento, que permanece enterrado en la memoria de los cuatro amigos y en una lata de bizcochos Canale al pie de un eucalipto. Hay más, bastante más. Cada pequeña línea tangente que asoma intenta resistir el impulso entrópico que las atrae y las reordena y tiende a dispararse. Aunque, pareciera, todo esfuerzo de lejanía es en vano. “Mucho tiempo después, aun teniendo la experiencia en contra, pensé que lo más parecido a un vínculo humano es el lugar de nacimiento. Uno tira y se va; cree cortar. Pero el vínculo es elástico y tubular: sigue alimentándose. Se enreda en los objetos del mundo, cambia de color, oculta su forma en la tierra de los caminos. Aquí estoy”.
Publicada por primera vez en 1984 e “inadvertida para el gran público”, reaparece casi cuarenta años más tarde producto de un logrado rescate para el que se unieron Serapis y la Universidad Nacional del Litoral. Y acaso el “Posfacio” de Rafael Arce que acompaña esta edición sea la lectura más diáfana y cariñosa que El pintadedos hubiese querido.
Carlos Catania, El pintadedos, Ediciones UNL / Serapis, 2022, 406 págs.
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