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Según datos que consigna Jorge Francisco Liernur en su luminoso Arquitectura en la Argentina del siglo XX. La construcción de la modernidad (2001), la transformación urbana porteña en la década de 1970 contó con el protagonismo estelar del edificio torre y, mientras el núcleo destinado a viviendas se contraía, una enorme cantidad de espacio —la superficie pasó de 120.000 m2 en 1976 a 600.000 m2 en 1977— fue destinada a oficinas, empresas de servicios de clearing y bancos. La perrera, el primer libro de cuentos de Gustavo Barco, periodista y documentalista además de narrador, trae, años después de inauguradas las torres Carlos Pellegrini o Madero, una oda al suburbio en el que vivieron los hacedores de esa Buenos Aires de altura. Radicados en un asentamiento que los paisa transformaron laboriosamente en barrio, el Charrúa, los cuentos de La perrera, están hechos con casi lo mismo que la vida en la villa: bailes y riñas, hambre y comidas, juegos, trato áspero, perros sueltos y un patrimonio invaluable de historias extraordinarias. Urbanas, de una parte de la ciudad ninguneada, con el foco puesto en una comunidad de inmigrantes y amalgamadas como una suerte de docuficción, algunas parecen destilar una vaga impronta alrtiana. “Chang y el Ayar markay killa”, con su patrón coreano, la costurera boliviana y un exorcismo quechua, bien podría inaugurar la categoría de aguafuerte expandida; la redención mancomunada que un equipo de fútbol juvenil provoca en “Gerardo, el tahuichi” es un amanecer fugaz de la conciencia semejante al que podían aspirar los confabulados de Adrogué. Algo en la distancia y en la atmósfera que sobrevuela los once cuentos del libro deja entrever una suerte de asombro y de admiración por su propia sustancia, como si se tratase de himnos en tono menor, orgullosos y a la vez atemperados. Pero quizá eso sea más una impresión de lectura que una nota pulsada por los instrumentos —la memoria, el humor, la tragedia, la violencia, la religión y la magia tocan en la orquesta— porque el registro, fuertemente pictórico y descriptivo, es todo lo neutro que puede permitirse Gusty, un narrador entre la infancia y la adolescencia que funciona como una especie de catalizador de indómitas fuerzas, como la luz, que se rozan con chispas en los pasillos del caserío. Las chispas de una virulana encienden “Fuegos de Navidad”, relato que abre el volumen y en el que se narra el incendio que devoró la antigua villa de madera, cartón y nailon y dio paso a la nueva, de ladrillos, mientras prendía de atracción a los todavía desconocidos padres de Gusty. Pero puede que la verdadera escena inaugural no sea esa, sin embargo. “Infierno verde”, un cuento de múltiples aristas y ensamble prodigioso, que incluye un tiroteo, un amor trunco a causa de una muerte desgraciada, rayos mágicos, poderes y tormentas, y la dolorida vida del Cefe casi en el centro, nos remonta a una pieza, a una abuela con el secador de piso en la mano para barrer el agua que se filtra bajo la puerta, y a los nietos metidos en su pollera como guarecidos tras un escudo. Entre los olores a papa, a maní, a pan y a caldo de bolas de toro, entre “latigazos eléctricos y truenos”, la abuela se pone a contar historias que, acaso lo sepa, distraen, confortan y arrullan a sus nietos y, acaso lo sospeche, los vuelva a ellos mismos narradores. Así como esta, la lista de imágenes poéticas construidas con ánimo de conmover, provocar o sacudir es vasta, asombrosa. Que el libro hecho a mano tenga sus tapas color gris cemento y la retiración esté hecha con papel de las bolsas de porlan es un dato al margen. Y como si “El cordero” o “Barquitos de sal” fueran una especie de ensayo, como si allí se templaran las notas de color, de verdad, de ficción o recuerdo que se arraciman en cada uno, “Don Américo”, el cuento final, consigue un apoteósico cierre. Humano, dramático, político y más, probablemente mucho más, el cuento/desgrabación de la entrevista que un Gusty mayor le hace a su padre, “para que sepan”, tiene un valor incalculable. Si acaso una Buenos Aires sin rumbo, maníaca y ensimismada, quisiera reconocerse y devolverse parte de una identidad que le pesa, podría optar por extender una sábana blanca en el patio y proyectar allí los cuadros de la vida en el Charrúa que es capaz de suscitar tanto “Don Américo” como todo La perrera. Su costado opulento probablemente le mande callar, sorberse los mocos y tapar esas historias con más amenities de lujo.
Gustavo Barco, La perrera, Ninguna Orilla, 2022, 154 págs.
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