Que un objeto puede ser portador de propiedades que afectan la duración de un relato (al ralentizar o precipitar la economía de sus intercambios) es algo que sabían tanto Proust como Calvino. Menos frecuente resulta la apuesta inversa —es decir, que el hueco dejado por el relato favorezca el realce de los objetos y su concomitante inflexión del espacio—, y es la ficha que juega el italiano Andrea Bajani en El libro de las casas.
La premisa posee la elegancia de una ecuación: contar la historia de una vida a partir de los lugares en que se habitó. A partir de los objetos que ocuparon un lugar en el espacio de esa existencia, y del espacio en tanto objeto. Son los lugares, no las personas, los protagonistas; y es el fluir del espacio (no de la conciencia, no del tiempo), entonces, aquello que lubrica el mecanismo narrativo. Bajani parece, así, apropiarse de algo más que de una frase de Perec (“vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible por no golpearse”).
De indubitable linaje oulipiano, la solidez constructiva de la novela sortea el riesgo de estancamiento al proponer un flanco metafórico que hace de contrapeso del sentido más rasante. A las moradas previsibles (Casa de familia, Casa de familiares) intercala otras (Casa del tumor, Casa de los recuerdos fugados, Casa de la voz) que ensanchan el espectro de lo vivido, destacando vestigios de lo que pudo haber sucedido; aunque, en último término, perduren los silencios y malentendidos. El contrapunto lo ejerce la perenne tortuga, testigo impasible de los cambios que suceden a su alrededor.
Sin nombres propios y con la línea temporal quebrada, la historia de “Yo” es el resto de una sustracción operada sobre lo inanimado. Un padre iracundo por aquí, una madre afligida por allá; una vocación, una amante; una y varias mudanzas. Los acontecimientos son los que cualquier vida puede reclamar como propios. Lo particular está en el rastro que dejan —en un inmueble, en un batiente, en un adorno— los gritos en la noche, los susurros y suspiros, los gestos y el alborozo. Todo aquello que calla con asordinado clamor. Por eso la insistencia de la novela en mostrar planos catastrales o en describir ángulos, perímetros, superficies, pasillos y aberturas —además de dar cuenta de una genuina pasión documental— procura aplanar el rango de expresión afectiva, instalando un tono sobrio, más bien distante, en la totalidad del material disponible. Por momentos, este deliberado desapego conspira contra el interés de la lectura debido a que tiende a emparejar los distintos eventos en un registro uniforme, como si se tratara del ejercicio de una memoria atrofiada que no logra establecer relaciones de relevancia y jerarquía entre sus recuerdos.
Lo biográfico, de este modo, supone un trabajo paradójico sobre los pliegues de la intimidad, porque las distintas partes que componen su escurridiza silueta mudan en un inventario que sustrae los acontecimientos del curso del tiempo y los expone como piezas de un museo personal. El montaje resultante, a expensas de su artífice, repone la arquitectura de una o varias ausencias. Porque no es tanto el relato de una vida lo que persigue Bajani, sino su estela en la superficie rugosa de las cosas.
Andrea Bajani, El libro de las casas, traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona, Anagrama, 2022, 280 págs.
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