Dice Olivier Marchon que los territorios se definen menos por motivos políticos, religiosos e históricos que por conveniencia y pragmatismo. El mapa de una nación cualquiera sería, entonces, una “acrobacia jurídica que puede llevar a pensar que todo reparto del mundo no es sino ilusión y artificio —en todos los casos algo muy provisional— y, desde luego, totalmente discutible”. Bajo esta idea se organiza el sumario de lugares con reglamentos estrambóticos, ciudades encajadas dentro de otras, islas fantasmáticas y micronaciones que el físico y documentalista francés reunió en poco menos de doscientas páginas.
Hay de todo y para todos los gustos, con énfasis en los enclaves y las colonias, resabios imperiales de un atlas que lleva ya algunas décadas de calma relativa, tras siglos de conquistas e independencias, entregas a regañadientes, batallas, tratados y demás ejercicios de la acción humana, que siempre está cambiando lo que de todas maneras permanece igual. Mientras los paisajes en pugna mantienen su fisonomía sin importar la bandera que los envuelve, los hombres establecen lindes a fuerza de accidentes geográficos y de una fe cándida en la solidez de la distribución abstracta. Así terminan aconteciendo casas fronterizas que ostentan dos o más códigos postales, un Montblanc que se supone francés —pero no del todo—, cuerpos de agua sin valor más allá de la infatuación de egos geopolíticos y hasta suites que se vuelven países por unas horas, como le ocurrió en 1945 a la 212 del hotel Claridge’s de Londres, refugio de un príncipe balcánico en vísperas de ser padre. Con una exhaustividad que respalda su tesis acerca de la universalidad del capricho humano, Marchon no deja continente por tocar. Hay incluso un hueco para nuestra isla Martín García, que durante muchos años Uruguay reclamó como propia.
En el plano formal, el conjunto ni siquiera aspira a emular los compendios literarios de Schwob, Bierce, Borges y Bolaño, por citar a algunos. Si se ignora la impostura de sorpresa constante, que el autor sostiene con signos de admiración y puntos suspensivos al por mayor, lo que queda es la narración plana de una serie de excentricidades. La energía está puesta en la divulgación, una insistencia que a veces percude el efecto. Cuando hay más tela para cortar, cuando la historia de los enclaves deviene en la historia de los hombres que los concibieron o participaron de su diseño —la suite, el principado de Sealand, la peripecia napoleónica en Santa Elena—, el proyecto de Marchon renueva el aire y se expande como un mapa que consigue, por fin, cubrir todo el territorio que se ha propuesto representar.
Olivier Marchon, Rarezas geográficas, traducción de Aníbal Díaz Gallinal, Godot, 2021, 160 págs.
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