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El ojo en la mira

Diamela Eltit

LITERATURA IBEROAMERICANA

Concordarán los lectores habituales en que los textos de Diamela Eltit, desde sus inicios en los años ochenta con Lumpérica, han tejido una literatura conjugada en el idioma de la teoría. Hoy —y al alero de la academia— ese idioma al que me refiero, en principio opaco, es más comprensible en el avatar de ciertos nombres: Nelly Richard y Judith Butler, Michel Foucault o Pierre Bourdieu, por nombrar algunos. El para bien o para mal de este hecho será la carroña de otras riñas. Lo cierto aquí es que, sin ser descargo (ni apología) de lo anterior, cada uno de los escritos heterogéneos que componen El ojo en la mira remite a esa relación entre el discurso crítico y el trabajo novelesco de la narradora.

Esta colección de textos que repasan las lecturas y momentos formativos de la autora pretende desde su título un ejercicio a la inversa: es la lógica del sentido y del impacto lo que aviva la interpretación. De ahí que la imagen de un niño de diez meses mirándose en el espejo negro de un iPad conjure al Narciso freudiano. Arranca Eltit admitiendo que leyó a Freud como una novela, dándole la razón a Harold Bloom, para quien debía leerse al austriaco como se lee a Montaigne. En esa primera lectura se juega un encuentro; en las que siguen, la distancia, o para Eltit, la búsqueda del andamiaje que sostiene el texto. Así, el Lazarillo “muestra la realidad española ‘desde abajo’”, en la subversión bufa del carnaval; en Medea de Eurípides, o desde ella, “se habla de la condición de cada una de las mujeres como oprimidas por el poderío masculino”, resaltando en su figura el género y su extranjería, pero también su supervivencia en las notas rojas y en la maternidad de siempre; José Donoso (que aparece como amigo y autor), Carlos Droguett y Pedro Prado son leídos en virtud de sus “monstruos literarios chilenos” —el imbunche, el niño cinomorfo y el Ícaro, respectivamente—, si bien desde el familiar binarismo del centro y el margen; o Borges, a quien le atribuye el paroxismo de la escritura literaria, es un autor, a saber, que es puro texto. En ese espectro, atraviesan el análisis la mirada y los embates del tiempo. En su punto fuerte, Eltit saca a una escritora como Marta Brunet de la opacidad de su tiempo y la instala como una voz pertinente al nuestro; pero en un gesto menos grácil, describe su avistamiento de una decadente María Luisa Bombal arrastrando un andador a la salida de su residencia de ancianos, sin ofrecer más que un par de palabras sobre su obra.

Y con todo, El ojo en la mira no es tanto un catastro del canon personal —que enmudece figuras insoslayables del panorama chileno a favor de fantasmas literarios como Armando Méndez Carrasco o María Elena Gertner— como la puesta en escena de la construcción de la autoría. Más aún, la de una escritora que incluso en sus pasajes más autobiográficos permuta cualquier inflexión de intimidad por el efecto de un abanico de memorias y anécdotas, que atraviesan el objeto literario de la reflexión. A modo de memoria mosaica, Eltit encuadra un retrato de la narradora como lectora, en donde todo evento es susceptible de ser leído.

Si el Künstlerroman de todo autor es ante todo el inapelable registro de sus lecturas, para Eltit aquello no basta si no sabemos cómo este lee. Concedamos que se trata de una ética rotunda que evoca el dictum de Sontag sobre nuestra incapacidad de recuperar la inocencia ante el arte después de toda teoría.

 

Diamela Eltit, El ojo en la mira, Ampersand, 2021, 108 págs.

22 Abr, 2021
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