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Corrientes del Sur. Una conversación con Hernán Díaz

DISCUSIÓN

 

Casi todas las presentaciones y entrevistas a Hernán Díaz a propósito de su segunda novela, Fortuna, empiezan por enumerar los muchos premios que recibió la primera, A lo lejos, finalista del Pulitzer en 2018, para destacar enseguida el lugar estelar de Trust, la versión original en inglés de Fortuna, en las listas de mejores novelas de 2022 de los grandes diarios norteamericanos y, sobre todo, infaltables en los recuentos del periodismo, la recomendación de Obama de la novela y la adaptación en marcha de una serie protagonizada por Kate Winslet. A la lista ya puede agregarse algo más: Fortuna acaba de ganar el Premio Pulitzer 2023. Pero todo eso sería anecdótico y menos extraordinario si Hernán Díaz no fuera el autor de dos novelas extraordinarias en más de un sentido. El reconocimiento que acerca los grandes libros a más lectores no siempre llega —la historia de la literatura está llena de juicios intempestivos, equívocos y omisiones— y, por lo tanto, más que los premios y las listas, deberíamos celebrar esa coincidencia afortunada y, antes todavía, la fe en la vitalidad de la ficción que sus novelas, únicas también por otros motivos, renuevan. Hernán Díaz es argentino, pero escribe en un inglés fulgurante, con una riqueza léxica y rítmica, una soltura y una gracia que muchos hablantes nativos envidiarían, y es por eso que Fortuna llega ahora traducida al español en la colección Panorama de narrativas de Anagrama, “los amarillos”, y no en la colección Narrativas hispánicas, “los grises”, en la que se publican los escritores hispanoamericanos.

Y para ahondar en eso que parece una sencilla cuestión cromática y sin embargo es muy elocuente, convendría volver a una escena de los Viajes de Sarmiento en la que Ricardo Piglia lee un posible punto de partida de la literatura argentina. Cuenta Sarmiento que ha visto a Balzac desde lejos en un baile, y la imagen cifra para Piglia la distancia entre el escritor central, rodeado de admiradores en el centro de la sala, y el otro, casi invisible en un rincón junto a una ventana, una tensión que Borges resolvió ejemplarmente y argumentó con su famosa tesis sobre el escritor argentino y la tradición. Las literaturas marginales, desplazadas de las grandes corrientes europeas, tienen la posibilidad de un manejo propio, “irreverente”, de las tradiciones centrales. Y es eso precisamente lo que hacen las novelas de Díaz, usar de modo irreverente la tradición extranjera, vencer esa asincronía que está en la escena de Sarmiento como ya lo han hecho el propio Borges, Manuel Puig o César Aira, pero también los irlandeses Beckett y Joyce. La sincronía alcanzada se resume bien en el pasaje de “los grises” a “los amarillos”, sin que Hernán Díaz deje de ser por eso, he aquí la feliz contradicción, un escritor argentino.

Véase si no. En A lo lejos, a mediados del siglo XIX, un joven emigrado sueco muy alto, altísimo, equivoca el barco y pierde a su hermano en el viaje hacia Estados Unidos, bordea el continente americano en el largo trayecto que pasa por Buenos Aires, llega a San Francisco en lugar de a Nueva York y, en medio de la conquista del Oeste, contrariando el rumbo de buscadores de oro, caravanas de colonos, naturalistas y forajidos, emprende la marcha inversa hacia el Este, al reencuentro de su hermano perdido. En la vivísima retahíla de peripecias, en los encuentros fugaces con inesperados maestros, en el tiempo sin tiempo del laberinto infinito del desierto o en los parajes inhóspitos en los que busca refugio, se hace hombre y se hace mito. Western, anti-western, pre-western en un Oeste desalambrado sin vacas ni cowboys, la novela se sacude sin embargo todas esas etiquetas y atraviesa otras fronteras. Porque si los géneros por definición repiten motivos y fórmulas, y luego las versiones más aventuradas de los géneros los subvierten, A lo lejos hace otra cosa: evoca el género y también las subversiones del género, pero sobre todo cala hondo en la soledad obligada de un sueco íntegro en la brutalidad del Oeste gringo, en la nada del desierto, en el descubrimiento de las cosas que junto con él vemos como por primera vez —una silla, un bisonte—, y sobre todo en el descubrimiento emersoniano de la pura naturaleza y la naturaleza humana fundidas en el recuento de su epopeya. Las lecturas, las tradiciones, Emerson y el Martín Fierro se funden también, pero digamos, apenas para resumir, que el apellido del protagonista es Söderström —que en sueco significa “corriente del sur”—, y que el primer caballo de ese gigante sueco perdido en la nada del Far West —una de sus únicas posesiones en todo el periplo— se llama, a la gauchesca, Pingo. “La figura de la ex tradición es la patria del escritor”, escribe Piglia, “obligado siempre a recordar una tradición perdida, forzado a cruzar la frontera”. Y enseguida, como prefigurando A lo lejos: “La tradición argentina tiene la forma de un espejismo: en el vacío del desierto se vislumbra lo que se quiere ver”.

En Fortuna, en cambio, el desierto se hace ciudad y el silencio del protagonista sueco se multiplica en cuatro voces que facetan, contradicen, ocultan o develan una posible verdad, que el lector deberá componer hilando los relatos, escritos con estilos y géneros muy diversos. A principios del siglo XX, las pepitas de oro de las minas del Oeste ya se han trasmutado en un bien abstracto entronizado en la cultura norteamericana, el dinero, y las laboriosas lides de mineros y colonos para extraer la riqueza natural, y también la de los esclavos de las plantaciones del Sur, se licúan en las intangibles operaciones del capital financiero. En la otra costa y en el otro extremo del arco social, el protagonista ahora es un magnate, el más rico de los magnates financieros norteamericanos y quizás del mundo entero, pero también lo será su mujer, una figura proteica, un enigma que va cobrando protagonismo solapadamente y hace avanzar la novela. También aquí críticos y lectores han buscado filiaciones, modelos, fuentes para las cuatro voces: Henry James, Edith Wharton, Joan Didion, Virginia Woolf, Gertrude Stein. Pero Fortuna no es un pastiche de la tradición literaria anglosajona ni tampoco sólo un afinadísimo ejercicio de estilo. El arco es mucho mayor y, una vez más, la novela mezcla tradiciones con feliz irreverencia; Cervantes, Sterne, Borges, Nabokov o Piglia se intuyen por detrás del juego metaficcional que no sólo bucea en esa ficción abstracta del dinero, en el mundo abusivamente masculino del capital financiero y en la inmigración italiana de Brooklyn, sino que actúa ese coro de voces discordantes e implica al lector en la búsqueda de un relato verdadero. Pero hay todavía otro rasgo que vuelve estos libros muy únicos: con toda esa vasta biblioteca detrás, con todos sus artificios, con toda su filosofía y su metafísica, no se trata de fríos experimentos literarios, sino de novelas que vibran a través del lenguaje y el acercamiento sensible a los personajes en todas las páginas, novelas que piensan a medida que narran. Una excepcionalidad que con toda justicia explica esta vez el entusiasmo de críticos, lectores y Obama, las listas, la próxima serie de Kate Winslet y el Pulitzer de ficción.

 

Graciela Speranza: Más allá de los colores de las tapas, los comienzos de las novelas son siempre elocuentes. Podríamos empezar entonces por el índice de Fortuna, una novela escrita por Hernán Díaz, que sin embargo anuncia cuatro autores.

Hernán Díaz: Efectivamente, en el índice de la novela se anuncian cuatro “documentos”, para nombrarlos benjaminianamente. El primero es una novela completa de unas ciento sesenta páginas que narra el ascenso del hombre más rico del mundo y su relación con su esposa. La segunda sección está escrita de manera fragmentaria en un tono muy agresivo, muy “macho” y, a medida que avanzamos, nos enteramos de que es la autobiografía del magnate “real” en quien la novela está basada. Este hombre no está contento con cómo han sido retratados ni él, ni sus negocios, ni la relación con su esposa, y entonces intenta corregir esa versión. En la tercera novela, escrita ya en 1985 (las anteriores son de los años 1930), nos encontramos con las memorias de la secretaria del magnate, que en el presente de la narración tiene setenta y pico de años y juega un determinado rol en la escritura de estas historias. Y a medida que esta secretaria rememora su pasado y sus inicios como escritora, hace también un trabajo de archivo, revisando los papeles del magnate que ha muerto hace ya mucho tiempo. Entre esos papeles encuentra el diario íntimo de la esposa del magnate, que aparece en el cuarto y último libro de la novela.

GS: Antes todavía, podríamos empezar por los títulos, el original Trust y el de la traducción, Fortuna, que si bien no resultan de la traducción literal, son polisémicos los dos, cada uno a su manera, como si también allí el lector debiera preguntarse por el sentido cierto de las palabras. Algo similar sucede con el resto de los títulos. ¿Qué dicen de la novela? ¿Cuál de esos sendos dobles sentidos te parecen más ajustados?

HD: Por un momento consideramos dejar el título en inglés, Trust, y, de hecho, otras traducciones tomaron esa decisión. Me dio mucha pena perder la dimensión de la “confianza” que hay en “trust”, implícita en la novela, porque en cada una de las cuatro secciones se invita al lector o a la lectora a plantearse por qué confiamos en un texto, o por qué eximimos a otros de esa relación de confianza. “Fortuna” es lo mejor que pudimos hacer, y puedo decirlo así, incluso maltratándolo un poco, porque fui yo mismo quien lo sugirió. Tanto aquí como en España, la primera connotación de la palabra es “suerte”, pero lo pensé más bien como “destino”, “fato”, y también, obviamente, en el sentido de “riqueza” y “capital”. La primera novela dentro de la novela, “Obligaciones”, en inglés se llama “Bonds”, que refiere a “bonos”, a títulos que emite el Estado, pero también a un vínculo afectivo, que a la vez tiene un tono disciplinario en el sentido de “cadenas”, una forma de pensar en el matrimonio que también me interesaba. El segundo título creo que funciona igual de bien en ambas lenguas y tiene esa contundencia un poco ridícula intencionalmente: “Mi vida”. No hace falta explicar nada: es relevante porque es mía. La tercera sección es una memoria que rememora la escritura de otra memoria. En español se llama “Unas memorias recordadas”, en inglés “A Memoir Remembered”, y hay allí una aliteración que me gusta mucho y se pierde en español, como también se pierde el sentido de “re-membered”, de miembros que se reconcilian, se reúnen, porque es así como funciona el libro. Me dio pena perder ese “remembramiento”. Y finalmente el título de la cuarta parte, que creo es claro en ambas lenguas, “Futuros”, “Futures”, refiere al futuro, pero también a una operación financiera bastante común.

GS: Hablás de confianza, de versiones de una historia que van creando distintos pactos con el lector y, efectivamente, la pregunta que recorre la novela para el lector es a quién debo creerle, cuál de los narradores es más confiable. Y esta duda por el estatuto de verdad abre una pregunta más amplia sobre nuestra confianza perdida en la verdad de los relatos, la posverdad, las fake news… ¿Pensás que la ficción, el ejercicio al que invitás al lector, puede ser una especie de entrenamiento, una alerta, una propedéutica en ese sentido?

HD: Creo que la literatura tiene una cualidad única que es que nos ayuda a entender la experiencia de estar en el mundo. Lo digo sin ningún tono didáctico, porque aborrezco la literatura pedagógica, programática, ejemplar o abiertamente política. Habiendo hecho esta salvedad, creo que la literatura nos ayuda a entender la experiencia de ser una persona, tener una cierta noción del mundo, de nosotros mismos y de los otros. Son cuestiones básicas de la filosofía, pero pienso que la literatura, incluso más que la filosofía —aunque no se trata de una competencia—, nos ofrece un modo de entender la experiencia que nos toca vivir. Pero lo que tiene la literatura de extraordinario ֫—a diferencia, ahora sí, sin duda, de la filosofía— es que, al tiempo que nos ayuda a entender qué es la experiencia, se constituye también como experiencia. El intento de explicar una experiencia es en sí una experiencia estética. Esta superposición me parece asombrosa, y más asombroso todavía el hecho de que la literatura entienda que se trata siempre de una aproximación asintótica. Nos vamos acercando al eje pero nunca lo tocamos, y al mismo tiempo es importante no dejar de intentarlo. No es escepticismo, no es solipsismo. Es como un “surf” en la asíntota.

GS: Llamás a estas cuatro partes “documentos” y, para ahondar en ese intento de acercamiento —el “surf en la asíntota”—, pensaba que la novela sintoniza con nuevas formas del realismo, si aún podemos llamarlo así, que aparecen hoy en otras ficciones y sobre todo en mucho arte contemporáneo, que ya no tratan de develar lo real oculto, ni tampoco leer solamente signos en la superficie, sino que quieren reconstruir lo real o componerlo por medio de un artificio. “Hay que construir algo, algo artificial, fabricado”, decía Brecht, y la novela, que por momentos recurre a esas versiones que ahora nos parecen demasiado confiadas en las posibilidades del realismo, y en otros mima más bien la desconfianza de la novela moderna, hace eso: compone, fabrica su propio artificio… ¿Es eso finalmente lo que proponen esos “documentos”, una especie de reconstrucción?

HD: Hablo de “documentos” como un modo quizás un poco pedante de evitar distinciones genéricas. Es cómodo y podemos seguir adelante. Pero si pensamos en el realismo, que para mí es una categoría histórica antes que una definición formal, enseguida aparece el famoso espejo de Stendhal, la idea de que hay algo pasivo, mecánico, en ese espejo, que registra lo que sucede con una fidelidad absoluta. Pero en determinado momento —y esto es lo que a mí me interesa—, la persona que lleva el espejo lo apunta hacia sí misma y se incluye en ese paisaje que antes era objetivo y ahora incluye al portador del espejo. Podríamos decir que es el paso de Balzac a Flaubert. Pero después el espejo se cae y lo único que podemos ver son sus esquirlas, partes de un mundo fragmentario. Finalmente, la desconfianza en el espejo es absoluta y la mirada se torna introspectiva. Es una descripción un poco esquemática, pero es en alguna medida la trayectoria formal de la novela, que parte de esta novela tardo-realista y termina en una especie de poema en prosa modernista de la interioridad. Estamos dentro de la conciencia de esta mujer que se está muriendo y estamos dentro de su cuerpo también, que es algo que me interesaba mucho: la imposibilidad de conexión entre cuerpo y lenguaje. Mientras escribía esa última parte volví a Wittgenstein y, de hecho, la puesta en página fragmentaria, por momentos en forma de proposiciones, busca también ese efecto visual. Y aquí aparece el adorniano en mí y digo que la historia y las condiciones sociales están sedimentadas en la forma.

GS: Ya que hablamos de realismo, hay aquí otra cuestión bien interesante para pensar. En medio de esa nada infinita y abstracta del desierto de A lo lejos, creaste esos detalladísimos paisajes e incidentes sin tener referencias directas, sin ir al lugar, y sin embargo la novela alcanza un grado de verosimilitud y de verdad de ese momento y ese lugar que sólo recuerdo haber encontrado, al menos de ese mismo paisaje, en Butcher’s Crossing, una novela menos conocida de John Williams, el autor de Stoner, muy leída aquí…

HD: Ahora que nombrás esta novela, querría decir algo más. Hablé de Flaubert y debería agregar que me interesa mucho el momento en que la literatura desborda el libro, excede su propio marco y, como un objeto de Tlön, digamos, invade la realidad. También por eso me fascinan los malos lectores y las malas lectoras. Obviamente Don Quijote, pero también Emma Bovary, personajes que no entienden dónde termina el libro y empieza la vida. Y ahora que lo pienso, este personaje, el protagonista de Butcher’s Crossing, pertenece a este selecto grupo de adorables idiotas, alguien que está en Harvard y lee a Emerson mal, mal, decide ir a encontrarse con lo sublime natural y se encuentra con el matadero de Echeverría.

GS: Con la intensidad del descubrimiento, el paisaje se describe magistralmente en la novela de Williams y también en A lo lejos. Pero ese grado de verosimilitud aparece también en Fortuna, donde las operaciones abstractas del capital financiero tienen que ser concretas en el lenguaje. Quizás en el cine esas cuestiones se resuelven más fácilmente, con eso que Hitchcock llamó mcguffin, o con esos momentos en que se distrae al espectador con algo que no entiende, pero no importa porque no puede volver atrás. Aquí tuviste que documentarte abundantemente para describir las operaciones concretas de las finanzas, por ejemplo, frente al crac del 29. Me preguntaba entonces qué sentido tuvo para vos conseguir ese grado de verosimilitud en las dos novelas, si era simplemente un desafío literario disfrutable en la escritura o si aún te parece que es imprescindible en la ficción. “Lo real es sólo la base”, decía Wallace Stevens, “pero es la base”. En fin, preguntarte sobre esas coartadas realistas después de la literatura moderna, ya sin ninguna ingenuidad.

HD: La respuesta que tengo a tu gran pregunta es muy infantil. Me encanta Dickens. Y lo que más me gusta de una literatura como la de Dickens es que me olvido de que estoy leyendo. Ese es el momento máximo para mí de la experiencia literaria. En ese sentido, Brecht es exactamente lo opuesto, aunque el distanciamiento tiene por supuesto su eficacia. Pero cuando pienso en el placer absoluto, tiene que ver con el olvido. Entonces gran parte del trabajo tiene que ver con eso, con no distraer a los lectores con imprecisiones absurdas. No puede haber saltos de púa. Es muy importante para mí que sea esa la experiencia, que el lector no piense en mí. Un artista que tengo en mente todo el tiempo, como el ideal de lo que debe ser la ejecución de cualquier cosa en la vida, es Fred Astaire, que es un ejemplo claro de perfección técnica, disciplina y control absoluto, pero con una ligereza, una gracia y una sonrisa, como si hacer lo que hace fuese sencillísimo. El propio Fred Astaire lo dice con una frase maravillosa: “Lo que yo hago no es nada. Ginger Rogers hacía lo mismo, pero marcha atrás y en tacos altos”.

GS: Eso nos lleva a otro tema de la novela. Hay un ocultamiento que es central en la concepción y en el dispositivo de la novela, el borramiento literal del género femenino. No sólo se habla de la inexistencia de la mujer en el mundo financiero, sino también del lugar siempre subalterno que ocupa a comienzos del siglo XX, cuyos efectos todavía perduran. Ese foco coincide con otra discusión que han traído los nuevos feminismos, sus luchas y las políticas de género de las últimas décadas. Pero también, y no sólo en Estados Unidos, la corrección política ha llegado a sobreactuaciones muy opinables, debates sobre las cuotas de género, la cancelación o sobre la apropiación del discurso del otro. ¿Cómo pensás la novela en ese contexto?

HD: Con cierto terror, la verdad. Porque sí, como decís, los juicios son muy sumarios, muy veloces, y las condenas, inapelables. Los costos de equivocarse con estas cuestiones son muy altos. Pero creo que ese temor a hablar desde el lugar de otro u otra explica en parte el giro confesional de la literatura norteamericana. “Tengo que hablar de mí porque si no me apropio del discurso del otro…”. Con esa lógica, no podría escribir una novela con personajes femeninos. La literatura como selfie es una respuesta en ese sentido. La “selfie literaria” es algo que veo mucho y es lo opuesto a lo que me propongo. El acto de escribir y el de borrarme a mí mismo son congruentes y simultáneos. Si estoy en lo que escribo, lo veo como un fracaso. No quiero estar. Y me di cuenta muy rápidamente, no bien puse la lapicera sobre el papel, que no podía hablar del capital sin hablar del cincuenta por ciento de la población que fue excluido de estas narrativas. Todas las épicas del capital son masculinas, y hasta el día de hoy las mujeres están peor pagas y una foto de cualquier directorio empresarial habla elocuentemente de cuál es la situación. Para mí era imposible escribir este libro sin adentrarme en esta cuestión que fue ganando más y más peso. Pero el peligro es también esencializar una voz. Porque ¿qué es una voz femenina?

GS: De hecho, quizás la voz que más se acerca a la tuya es la del último libro, una voz femenina…

HD: Probablemente, y me da una especie de pudor que exista esa cuarta parte y que la gente la lea, porque me siento como en uno de esos sueños en los que uno está desnudo en la escuela secundaria… Es casi lo opuesto a lo que acabo de decir. Hay demasiado de mí en esa última parte.

GS: Hacia ahí va mi próxima pregunta. Porque en la variedad de géneros y de estilos en las dos novelas, parecería que la voz propia del autor se escamotea, una decisión clara quizás frente a la sobreactuación del yo en mucha literatura contemporánea. Y, aunque las literaturas son muy diferentes, recordé el juicio de Onetti sobre la literatura de Manuel Puig: “No sé cómo escribe Puig, no conozco su estilo”. ¿El artificio de los cuatro narradores es un borramiento deliberado de las marcas de un estilo personal? Podría quizás imaginar cómo escribe Hernán Díaz en A lo lejos, pero no en Fortuna, apenas un poco tal vez, como decía, en la última parte. Y definitivamente, y lo celebro, no puedo imaginar cómo escribirá el próximo libro.

HD: Yo tampoco… Me encanta esa cita de Onetti. Creo que la personalidad en la literatura es un gran tema, aunque complicado. Y a propósito, venimos teniendo una conversación muy extendida sobre Karl Ove Knausgård y no nos terminamos de poner de acuerdo…

GS: Una pena, una excepción a nuestras muchas coincidencias…

HD: Ya voy a llegar. Siempre estoy un paso atrás… Pero creo que cuando despotrico contra el giro confesional (hace años que no usaba esa palabra, “despotricar”), no es tanto por el estilo, aunque la cuestión del estilo está por supuesto implicada. Porque tampoco me interesa el pastiche. Esa era, para citarlo una vez más, la crítica principal de Adorno a Stravinsky, que a su juicio iba por el supermercado de la música occidental echando mano aquí y allá. Y se me ocurre esta especie de aforismo berreta, esta paradoja: me interesa desaparecer del modo más personal posible.

GS: Hablábamos de desaparecer, de poder imaginar el lugar del otro, y pensaba que la soledad está en el fondo de las dos novelas. La soledad en el desierto, pero también en Fortuna, la soledad en el matrimonio. Oscar Wilde dijo alguna vez que el matrimonio es una conversación interminable. Y qué tristeza esta mujer que no puede compartir su música, sus lecturas, casi nada con su marido. De ahí la soledad que se deja ver en sus diarios. “Un silencio voraz que reclamaba la desolación absoluta, una nada infecciosa que colonizaba cuanto lo rodeaba”, se dice en A lo lejos. ¿Ese sentimiento denso de soledad reúne las dos novelas?

HD: Espero que mi tesis de doctorado jamás pueda ser exhumada, pero es precisamente sobre la soledad y el encierro en la literatura moderna. Empezaba con Tomás Moro y llegaba al presente. Y sí, vengo pensando en eso desde hace mucho tiempo en la literatura y en la filosofía, pero siempre de un modo no solipsista. A lo lejos es, ante todo, una novela acerca de la soledad y la desorientación. Y me interesaba esa disonancia que se da con el espacio del desierto. Cuanto más amplia es su extensión, más aguda es la sensación de claustrofobia, una especie de disonancia cognitiva que siempre me llamó la atención. Y cuando empecé a pensar en esta novela y me dije que quería escribir sobre una fortuna, digamos, cósmica, me pregunté por qué quiero escribir sobre algo que no pertenece al orden de mi experiencia. Y me acuerdo que el modo en que me lo expliqué a mí mismo —estoy en esa etapa con mi próximo libro, tratando de explicármelo a mí mismo— fue imaginarme esta afluencia total como un acceso a cualquier experiencia, a cualquier persona, a cualquier aspecto de la realidad, conjuntamente con un sentido de alienación y soledad absolutas. No hace falta aclarar que no tengo esa afluencia de dinero ni conozco gente que viva de este modo, pero me parecía una consecuencia más o menos natural de este tipo de riqueza, y fue ese el punto por el que pude entrar en este mundo. Esa incongruencia entre acceso pleno y soledad, paranoia y distancia total respecto de otras vidas.

GS: En la oscuridad deliberada del mundo de las finanzas y nuestra virtual ignorancia de su funcionamiento, hay una forma de poder. Algo que hoy no sólo es así en el mundo financiero —y veo ahí otras resonancias contemporáneas—, sino también en el mundo de la tecnología, que por supuesto deriva en el poder de las grandes corporaciones del Silicon Valley. La ignorancia ha pasado a ser a menudo efecto de una táctica o una construcción activa, una estrategia política o mercantil. Releí hace poco un artículo de Richard Sennett que lo advertía ya hace más de una década y llamaba a restringir el poder de Google, Apple y otras big tech, con la misma audacia con que Roosevelt había enfrentado a la Standard Oil…

HD: En efecto, Theodor Roosevelt, no Franklin Delano Roosevelt, fue quien empezó con leyes antitrust. O sea que se puede hacer y se debería hacer. Google no debería existir. Facebook no debería existir. Amazon no debería existir.

GS: Una última pregunta antes de terminar. Estás presentando Fortuna en Buenos Aires en un español porteñísimo y ya dijiste muchas veces que, más allá de tu biografía que te llevó de un lado a otro, decidiste escribir en inglés por un proverbial amor a la lengua inglesa. Yo tengo mi propia respuesta, pero me gustaría escuchar la tuya. ¿Qué lugar tienen hoy para vos la cultura y la literatura argentinas?

HD: Para mí es absolutamente constitutivo el hecho de haberme formado en la Argentina, haber pasado esos años esenciales en la Universidad de Buenos Aires, que es la que me enseñó a leer. Y hay lecturas que no sólo me conforman como escritor o conforman mi archivo de lector, sino que me conforman como persona. No sería la persona que soy sin mis lecturas del canon argentino. Y también, ya como alguien que escribe hace tanto tiempo en inglés y vive desde hace dos décadas y media en Estados Unidos, me interesa mucho un fenómeno bastante extraordinario de la literatura norteamericana. El caso más conspicuo es el de Borges. La fascinación por Borges no les deja ver que están leyendo su propio canon desfigurado por Borges. Están leyendo a Whitman, a Poe, a Emerson, totalmente deformados por Borges. Eso me da una gran felicidad.

 

Esta conversación es una versión abreviada de la presentación de Fortuna (Anagrama, 2023) en la 47ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, el 28 de abril de 2023.

 

Imagen: Manhattan Skyline I, South Street and Jones Lane, de Berenice Abbott, 1936, The New York Public Library, © Getty Images/Berenice Abbott.

11 May, 2023
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